lunes, 29 de agosto de 2011

Faulkner.- LUZ DE AGOSTO


El autor
Faulkner.- LUZ DE AGOSTO      



   Paisaje de Alabama 
Sentada en la orilla de la carretera, con los ojos clavados en la carreta que sube hacia ella, Lena piensa: “He venido desde Alabama: un buen trecho de camino. A pie desde Alabama hasta aquí. Un buen trecho de camino.” Mientras piensa todavía no hace un mes que me puse en camino y heme aquí ya, en Mississippi. Nunca me había encontrado tan lejos de casa. Nunca desde que tenía doce años, me había encontrado tan lejos del aserradero de Doane.
Camino en el bosque de abetos


     Hasta la muerte de su padre y de su madre, ni siquiera había estado en el aserradero de Doane. Sin embardo, los sábados, siete u ocho veces al año, iba a la ciudad en la carreta. Vestida con un trajecito de confección, colocaba de plano sus pies descalzos en el fondo de la carreta y sus botas en el pescante, junto a ella, envueltas en un pedazo de papel. Se ponía sus botas justo en el momento de llegar a la ciudad. Cuando ya era algo mayor, le pedía a su padre que detuviera la carreta en las cercanías de la ciudad para que ella pudiese descender y continuar a pie. No le decía a su padre por qué quería caminar en lugar de ir en la carreta. El padre creía que era por el empedrado bien unido de las calles, por las aceras lisas. Pero Lena lo hacía con la idea de que, al verla ir a pie, las personas que se cruzaran con ella pudiesen creer que vivía también en la ciudad.
Un viejo aserradero
     Tenía doce años cuando su padre y su madre murieron, el mismo verano, en una casa de troncos compuesta de tres habitaciones y de un zaguán. No había rejas en las ventanas. El cuarto en que murieron estaba alumbrado por una lámpara de petróleo cercada por una nube de insectos revoloteantes; suelo desnudo, pulido como vieja plata por el roce de los pies descalzos. Lena era la menor de los hijos vivos. Su madre murió primero: “Cuida de tu padre”, dijo. Después, un día, su padre le dijo: “Vas a ir al aserradero de Doane con McKinley. Prepárate para marchar. Tienes que estar lista cuando él llegue.” Y murió. McKinley, el hermano, llegó en una carreta. Enterraron al padre, una tarde, bajo los árboles, detrás de una iglesia aldeana, y colocaron una tabla de abeto a guisa de piedra sepulcral. Al día siguiente, por la mañana, Lena partió hacia el aserradero de Doane, en la carreta, con McKinley. Y en aquel momento tal vez no sospechaba que se iba para siempre. La carreta era prestada, y el hermano había prometido devolverla al caer la tarde.
Una edición de la novela
     El hermano trabajaba en el aserradero. Todos los hombres del pueblo trabajaban en el aserradero o para él. Serraban abetos. Hacía siete años que el aserradero estaba allí y, dentro de otros siete, toda la región se encontraría talada. Entonces, una parte de la maquinaria y la mayoría de los hombres que la hacían funcionar, y que sólo existían para ella o a causa de ella, serían cargados en vagones de mercancías y transportados a otro lugar. Pero, como podían comprarse a plazos las piezas de recambio, una parte del material se quedaría allí: grandes ruedas inmóviles, descarnadas, mirando al cielo con un aire de profundo asombro, entre pedazos de ladrillo y zarzas enmarañadas; calderas calcinadas, alzando con gesto testarudo, sorprendido y cansado, unos tubos que ya no humeaban y que se enmohecían en medio de un paisaje erizado de tocones de árboles, un paisaje de desolación tranquilo, apacible, inculto, tierra convertida en erial donde, lentamente, unos arroyos estancados y rojizos se iban ahondando con las largas lluvias tranquilas del otoño y con el furor galopante de los equinoccios de primavera. Y vendría el día en el cual la aldea, que ni siquiera en los tiempos de prosperidad figuraba en los anuarios de Correos y Telégrafos, acabaría por ser olvidada hasta por los miserables saqueadores de ocasión que derribarían los cobertizos para quemarlos a trozos en sus cocinas y, durante el invierno, en sus estufas.




domingo, 21 de agosto de 2011

Arcipreste de Hita.- EL LIBRO DEL BUEN AMOR

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita
(c. 1285 - c. 1351)

EL LIBRO DEL BUEN AMOR

Una página autógrafa del libro



De cómo el arcipreste fuer enamorado


<><><>
77 Así fuer que un tiempo una dueña me priso,
de su amor non fuy en ese tiempo repiso,
siempre avía d'ella buena fabla e buen riso,
nunca ál fiso por mí, ni creo que faser quiso.

<> 
78 Era dueña en todo, e de dueñas señora,
non podía estar solo con ella una hora,
mucho de omen se guardan allí do ella mora;
más mucho que non guardan los jodíos la Tora13.

79 Sabe toda noblesa de oro e de seda,
complida de muchos bienes anda mansa e leda,
es de buenas costumbres, sosegada, e queda,
non se podría vençer por pintada moneda.
La villa de Hita

80 Enviel' esta cantiga que es deyuso puesta
con la mi mensagera, que tenía empuesta;
dise verdad la fabla, que la dueña compuesta,
si non quier'el mandado, non da buena respuesta.

81 Dixo la dueña cuerda a la mi mensagera:
«Yo veo otras muchas creer a ti, parlera,
»et fállanse ende mal: castigo en su manera,
»bien como la raposa en agena mollera.»
La muralla de Hita

jueves, 18 de agosto de 2011

Margarita de Navarra.- EL HEPTAMERÓN: El Marido Tuerto


Margarita de Angoulême o de Navarra

El marido tuerto
Margarita de Navarra

Hubo una vez cierto mayordomo de Carlos, el último duque de Alençon, que había perdido un ojo y estaba casado con una mujer mucho más joven que él, y a quien su señor y su señora amaban tanto como merecía por el puesto que ocupaba en su casa; y no podía ir tan frecuentemente como hubiera querido, a ver a su mujer. Esto dio ocasión a que ella olvidara su honor y su conciencia y se enamorase de un hidalgo, amores que a la larga hicieron tanto ruido que el marido acabó por enterarse, pero no podía creerlo por las grandes muestras de afecto con que su esposa lo recibía. Aún así, un día, pensó que debía hacer una prueba y vengarse, si podía, de quien le hacía tal afrenta. Para conseguirlo fingió que se iba a cierto lugar próximo para dos o tres días. Creyéndose que había ido, su mujer envió a buscar a su amante, y no habría pasado ni media hora cuando llegó su marido, que llamó fuerte a la puerta. Ella, conociéndolo, advirtió a su amante, que hubiera querido estar en el vientre de su madre y que maldecía de ella y del amor, que lo habían colocado en semejante peligro. Aquélla le pidió que no se preocupase y que ella encontraría el modo de hacerle salir sin vergüenza ni daño y que se vistiese lo más rápidamente posible.

La catedral de Angoulême

Mientras tanto, el marido llamaba a la puerta y gritaba tan alto como podía. Ella fingía que no lo conocía y gritaba al criado:
-¿Por qué no os levantáis y vais a hacer callar a los que llaman a la puerta? ¿Son éstas horas para venir a molestar a casa de gentes de bien? ¡Si mi marido estuviera aquí ya os guardaríais!
El marido, al oír la voz de su mujer, la llamó lo más alto que pudo:
-Esposa mía, abridme. ¿Me vais a hacer permanecer aquí hasta el amanecer? -y cuando vio que su amigo estaba en condiciones de salir, abrió la puerta y empezó a decir a su marido.

Juando al ejedrez con su hermano François

-¡Oh, esposo mío!, qué contenta estoy de que hayáis venido; estaba soñando algo maravilloso como no se puede imaginar. Soñaba que habías recuperado la vista de vuestro ojo -y abrazándolo y besándolo lo cogió por la cabeza y tapó el ojo bueno mientras le preguntaba:
-¿No veis mejor que de costumbre? -y mientras no veía ni gota hizo salir a su amigo, lo que el marido sospechó y le dijo sin poderse contener:
-Mujer, nunca más estaré a tu acecho, pues queriendo engañarte he recibido el engaño más fino que nunca se ha inventado. Dios quiera castigarte, pues no hay hombre que pueda dar órdenes a la malicia de una mujer si no es matándola. Pero ya que el buen trato que te he dado no ha podido servir para tu enmienda, puede ser que el despecho que te demostraré de hoy en adelante te castigará.
Y diciendo esto se fue y dejó a su mujer muy desolada.
Mas después, por oficios de parientes, amigos, excusas y lágrimas, aún volvió a su casa junto a ella.
Una vieja edición del Heptamerón

martes, 16 de agosto de 2011

Carlos Arniches.- EL OTRO MUNDO

Caricatura de Carlos Arniches

Carlos Arniches.- EL OTRO MUNDO

ACTO ÚNICO
Gabinete elegante con puerta al foro y cuatro laterales. La primera puerta de la derecha conduce al cuarto de Clodomiro. La primera izquierda al de Primitivo. Sillas, butacas, un velador en primer término, sofá, etc.

ESCENA PRIMFRA
Don Cirilo subido en una escalera colocando una cortina ante
la puerta primera derecha. Matías a su lado sosteniendo la escalera.
Doña Benita sentada a la derecha cepillando una levita.

GIRILO [Bajando.] ¡Ea!Así queda bien.
Matías cierra la escalera y se va con ella po rel foro.


Una edición de la obra

ESCENA II     Doña Benita y don Cirilo.

BENITA ¡Cirilo!¡Estoy que no quepo en el pellejo. . .!¿Ni tú debes queper, verdad? [Se levanta y deja la levita.]
CIRILO ¡Qué ha de queper, mujer!
BENITA ¡Hoy se realiza nuestro sueño dorado. . .!
CIRIEO ¡Gracias a mí...!
BENITA Ya lo sé; en esta ocasión has sido un padre de tus hijas, un padre nuestro.
CIRILO Y tú has sido un Ave María. . .,digo ...,una madre sin rival.. Y gracias a mi habilidad hoy llega a nuestra casa el hombre más rico y más rico de América y nada menos que con la pretensión de casarse con nuestra ahijada Casilda.
BENITA Porque recordarás que llegó de Quito, un pueblo de América, tu amigo de la infancia Julián Martínez.
El Teatro Arniches de Alicante

CIRILO ¡Justo. . .!Le convidamos a comer, y al entrar en casa y ver a nuestra hija Casilda, dijo:
«Esta chica es que ni pintada para Clodomiro». Yo le pregunté que quién era Clodomiro,y me dijo que un sobrino suyo, elegantísimo, guapísimo y con cinco mil libras de renta.Tú cuando oístes lo de las libras. . .
BENITA Le pregunté que cuántas arrobas eran.
CIRILO Y él dijo que veinticinco mil pesos.Total que Julián se llevó el retrato de la chica a América. Clodomiro la vio, se enamoró y hoy viene a España a casarse con ella. Ayer habrá salido de Cádiz, dentro de media hora estará en Madrid, y si tenemos habilidad el mes que viene casado y con una hija.
BENITA ¡Hombre, por Dios. . .!
CIRILO Y con una hija nuestra, digo .
BENITA ¿Oye, y Clodomiro tiene toda la fortuna en Quito?
CIRILO Toda.
BENITA Pues yo en cuanto le vea le digo que la quite de Quito, no se la quiten.
CIRILO Ahora, Benita, excuso decirte la opulencia que
hemos de demostrar; que vea un lujo.. .
BENITA Le deslumbraremos.
CIRILO Yen cuanto a las comidas nada de cosas ordinarias. . .
BENITA ¡Pues claro! Lo primero que le he dicho a la Torcuata: «desde hoylas sopas de ajo sin ajo, los filetes rebozados sin filetes, digo sin rebozo.. .», en fin lo más fino todo.
CIRILO Te lo digo porque esos americanos son delicadísimos para las comidas; ya ves, allí necesitan la piña para desayunarse, necesitan el plátano para comer y necesitan el coco para dormir.

Placa conmemorativa en la casa natal del autor

sábado, 13 de agosto de 2011

Guillén de Castro.- LAS MOCEDADES DEL CID

El autor
Guillén de Castro.- LAS MOCEDADES DEL CID

Acto I

Salen el REY DON FERNANDO y DIEGO LAÍNEZ, los dos de barba blanca, y el DIEGO LAÍNEZ, decrépito: arrodíllase delante el REY, y dize:
DIEGO LAÍNEZ        Es gran premio a mi lealtad.
REY                            A lo que devo me obligo.
DIEGO LAÍNEZ        Hónrale tu Magestad.
REY                           Honro a mi sangre en Rodrigo. Diego Laínez, alçad. Mis proprias armas le he
                                   dado para armalle Cavallero.
DIEGO LAÍNEZ        Ya, Señor, las ha velado, y ya viene...
REY                            Ya lo espero.
DIEGO LAÍNEZ        pues don Sancho mi Señor, -mi Príncipe,- y mi Señora la Reyna, le son, Señor,
                                   Padrinos.
REY                            Pagan agora lo que deven a mi amor.
Un guerrero

             (Salen la REYNA y el Príncipe DON SANCHO, la Infanta DOÑA URRACA, XIMENA GÓMEZ, RODRIGO, el CONDE LOÇANO, ARIAS GONÇALO y PERANÇULES.)

URRACA                   ¿Qué te parece, Ximena, de Rodrigo?
XIMENA                    Que es galán, -y que sus ojos le dan  (Aparte.) al alma sabrosa pena.-
REYNA                        ¡Qué bien las armas te están! ¡Bien te asientan!
RODRIGO                  ¿No era llano, pues tú les diste los ojos y Arias Gonçalo la mano?
ARIAS                           Son del cielo tus despojos, y es tu valor Castellano.
REYNA                      ¿Qué os parece mi ahijado? (Al REY.)
DON SANCHO            ¿No es galán, fuerte y lucido?... (Al REY.)
CONDE                        -Bravamente le han honrado (A PERANSULES.) los Reyes.
PERANSULES               Estremo ha sido.
RODRIGO                  ¡Besaré lo que ha pisado quien tanta merced me ha hecho!
REY                            Mayores las merecías.¡Qué robusto, qué bien hecho! Bien te vienen armas mías.
RODRIGO                  Es tuyo también mi pecho.
REY                          Lleguémonos al Altar del Santo Patrón de España.
DIEGO LAÍNEZ        No hay más glorias que esperar.
RODRIGO                  Quien te sirve, y te acompaña, al cielo puede llegar.
La Tizona
            (Corren una cortina, y parece el Altar de Santiago, y en él una fuente de plata, una espada, y unas espuelas doradas.)
Altar de Santiago en Roncesvalles

REY                           Rodrigo, ¿queréys ser Cavallero?
RODRIGO                  Sí, quiero.
REY                            Pues Dios os haga buen Cavallero. Rodrigo, ¿queréys ser Cavallero?
RODRIGO                  Sí, quiero.
REY                            Pues Dios os haga buen Cavallero. Rodrigo, ¿queréys ser Cavallero?
RODRIGO                  Sí, quiero.
REY                            Pues Dios os haga buen Cavallero. Cinco batallas campales venció en mi mano
                                      esta espada, y pienso  dexarla honrada a tu lado.
RODRIGO                  Estremos tales mucho harán, Señor, de nada. Y assí, porque su alabança llegue
                                    hasta la esfera quinta, ceñida en tu confiança la quitaré de mi cinta,
                                   colgaréla  en  mi esperança. Y, por el ser que me ha dado  el tuyo, que el cielo
                                   guarde, de no bolvérmela al lado hasta estar asegurado de no hazértela
                                   covarde, que será haviendo vencido cinco campales batallas.

Una edición de la comedia



jueves, 11 de agosto de 2011

Alvar Núñez Cabeza de Vaca.- NAUFRAGIOS

El autor

Alvar Núñez Cabeza de Vaca.- NAUFRAGIOS


Capítulo primero

En que cuenta cuándo partió la armada, y los oficiales y gente que en ella iba

A 17 días del mes de junio de 1527 partió del puerto de San Lúcar de Barrameda el gobernador Pánfilo de Narváez, con poder y mandado de Vuestra Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están desde el río de las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme; y la armada que llevaba eran cinco navíos, en los cuales, poco más o menos, irían seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba (porque de ellos se ha de hacer mención) eran éstos que aquí se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y por alguacil mayor; Alonso Enríquez, contador; Alonso de Solís, por factor de Vuestra Majestad y por veedor; iba un fraile de la Orden de San Francisco por comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con otros cuatro frailes de la misma Orden.

Sanlúcar

Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuarenta y cinco días, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de caballos. Aquí nos faltaron de nuestra armada más de ciento y cuarenta hombres, que se quisieron quedar allí, por los partidos y promesas que los de la tierra les hicieron. De allí partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla de Cuba), donde en algu­nos días que estuvimos, el gobernador se rehízo de gente, de armas y de caballos.

Sucedió allí que un gentilhombre que se llamaba Vasco Porcalle, vecino de la villa de la Trinidad, que es en la misma isla, ofreció de dar al gobernador ciertos bastimentos que tenía en la Trini­dad, que es cien leguas del dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la armada, partió para allá; mas llegados a un puerto que se dice Cabo de Santa Cruz, que es mitad del camino, parecióle que era bien esperar allí y enviar un navío que trajese aquellos bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja que fuese allá con su navío, y que yo, para más seguridad, fuese con él, y él quedó con cuatro navíos, porque en la isla de Santo Domingo había comprado un otro navío.

Santiago de Cuba

Llegados con estos dos navíos al puerto de la Trinidad, el capitán Pan­toja fue con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allí, para recibir los bastimentos; yo quedé en la mar con los pilotos, los cuales nos dijeron que con la mayor presteza que pudiésemos nos despachá­semos de allí, porque aquel era muy mal puerto y se solían perder mu­chos navíos en él; y porque lo que allí nos sucedió fue cosa muy señalada, me pareció que no sería fuera del propósito y fin con que yo quise escribir este camino, contarla aquí. Otro día de mañana comenzó el tiempo a no dar buena señal, porque comenzó a llover, y el mar iba arreciando tanto, que aunque yo di licencia a la gente que saliese a tierra, como ellos vieron el tiempo que hacía y que la villa estaba de allí una legua, por no estar al agua y frío que hacía, muchos se volvie­ron al navío. En esto vino una canoa de la villa, rogándome que me fuese allá y que me darían los bastimentos que hubiese y necesarios fuesen; de lo cual yo me excusé diciendo que no podía dejar los navíos. A mediodía volvió la canoa con otra carta, en que con mucha importu­nidad pedían lo mismo, y traían un caballo en que fuese; yo di la mis­ma respuesta que primero había dado, diciendo que no dejaría los navíos; mas los pilotos y la gente me rogaron mucho que fuese, porque diese prisa que los bastimentos se trajesen lo más presto que pudiese ser, porque nos partiésemos luego de allí, donde ellos estaban con gran temor que los navíos se habían de perder si allí estuviesen mucho. Por esta razón yo determiné de ir a la villa, aunque primero que fuese dejé proveído y mandado a los pilotos que si el Sur, con que allí suelen perderse muchas veces los navíos, ventase y se viesen en mucho peli­gro, diesen con los navíos al través y en parte que se salvase la gente y los caballos.

Y con esto yo salí, aunque quise sacar algunos conmigo, por ir en mi compañía, los cuales no quisieron salir, diciendo que hacía mucha agua y frío y la villa estaba muy lejos; que otro día, que era domingo, saldrían con la ayuda de Dios, a oír misa. A una hora des­pués de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navíos al través por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y mucha agua que hacía, estuvieron aquel día y el domingo hasta la noche. A esta hora el agua y la tempestad comenzó a crecer tanto, que no menos tormenta había en el pueblo que en el mar, porque todas las casas e iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para podernos amparar que el viento no nos llevase; y andando entre los árboles, no menos temor teníamos de ellos que de las casas, porque como ellos también caían, no nos matasen debajo. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde media hora pudiésemos estar seguros.




Andando en esto, oímos toda la noche, especialmente desde el medio de ella, mucho estruendo grande y ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que dura­ron hasta la mañana, que la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se vio; yo hice una probanza de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad. El lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos por la costa por ver si hallaría­mos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos, metímonos por los montes, y andando por ellos un cuarto de legua de agua hallamos la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, y diez leguas de allí por la costa, se hallaron dos personas de mi navío y ciertas tapas de cajas, y las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se podían conocer; halláronse también una capa y una colcha hecha pedazos, y ninguna otra cosa pareció. Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte caballos. Los que habían salido a tierra el día que los navíos allí llegaron, que serían hasta treinta, quedaron de los que en ambos navíos había.

Así estuvimos algunos días con mucho trabajo y necesidad, por­que la provisión y mantenimientos que el pueblo tenía se perdieron y algunos ganados; la tierra quedó tal, que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni yerba. Así pasa­mos hasta cinco días del mes de noviembre, que llegó el gobernador con sus cuatro navíos, que también habían pasado gran tormenta y también habían escapado por haberse metido con tiempo en parte segu­ra. La gente que en ellos traía, y la que allí halló, estaban tan atemori­zados de lo pasado, que temían mucho tornarse a embarcar en invierno, y rogaron al gobernador que lo pasase allí, y él, vista su voluntad y la de los vecinos, intervino allí. Dióme a mí cargo de los navíos y de la gente para que me fuese con ellos a invernar al puerto de Xagua, que es doce leguas de allí, donde estuve hasta 20 días del mes de febrero.

Panfilo de Narvaez.jpg 
Narváez

martes, 9 de agosto de 2011

Chesterton.- EL DIOS DE LOS GONGS


Chesterton.- EL DIOS DE LOS GONGS

     Era una de esas tardes destempladas y vacías de principios de invierno, cuando el día parece más de plata que de oro y más de peltre que de plata. Si resultaba deprimente en cien desoladas oficinas y soñolientos salones, era aún más deprimente en las planas costas de Essex, donde la monotonía se hacía aún más inhumana debido a que la rompía, muy de tarde en tarde, un farol que parecía menos civilizado que un árbol o un árbol que era más feo que un farol. Una ligera nevada se había medio derretido, quedando sólo algunas manchas de nieve, que también parecían más plomizas que plateadas, una vez cubiertas por el sello de la escarcha. No había vuelto a nevar, pero por la orilla misma de la costa quedaba una banda de la nieve vieja, paralela a la pálida banda de la espuma del mar.

     La línea del mar parecía helada, de tan vívida como resultaba, con su color azul violeta, como la vena de un dedo helado. En millas y más millas a la redonda no había más ser vivo que dos caminantes, que marchaban a buen paso, aunque uno tenía las piedras mucho más largas y daba unas zancadas mucho más largas que el otro.

     No parecía un lugar o un momento muy adecuado para unas vacaciones, pero el padre Brown tenía pocas vacaciones y tenía que tomárselas cuando podía, y siempre prefería, si era posible, tomarlas en compañía de su viejo amigo Flambeau, ex-ladrón y ex-detective. Al sacerdote se le había antojado visitar su vieja parroquia de Cobhole, y a ella se dirigía, en dirección nordeste, por la costa.

     Tras caminar una o dos millas más, se encontraron con que la costa comenzaba a convertirse en un verdadero malecón, formando algo parecido a un paseo marítimo. Los feos faroles empezaron a hacerse más frecuentes y más ornamentados, aunque seguían siendo igual de feos. Media milla más allá el pare Brown se sorprendió de ver primero pequeños laberintos de macetas sin flores, cubiertas con las plantas bajas, aplastadas y pálidas, que se parecen más a un pavimento de mosaico que a un jardín, colocadas entre escuálidos senderos ondulados salpicados de bancos con respaldos ondulados. Al padre Brown le pareció olisquear el ambiente de cierto tipo de ciudad costera por la que no tenía particular afición y al mirar paseo adelante junto al mar vio algo que despejó todas sus dudas. En la distancia gris se levantaba el amplio estrado para la orquesta típico de las ciudades marítimas, semejante a una seta gigantesca son seis patas.

sábado, 6 de agosto de 2011

Bécquer.- EL RAYO DE LUNA

AbajoBécquer

Arriba
El rayo de luna
 
 

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
        Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al menos podrá entretenerles un rato.


- I -
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos de un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
        Los que quisieran encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
        -¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
        -No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos, o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará, menos en donde esté todo el mundo.


En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.