Alan Moorehead: EL NILO AZUL. Cap. 1
El Nilo Azul arranca muy quedo y tranquilo del Lago Tana, en las tierras altas septentrionales de Etiopía. No existe ninguna cascada o catarata, ninguna corriente perceptible, nada en realidad que denote que una parte al menos de este dulce fluir se embarca en un viaje irreversible hacia el Mediterráneo, a 4.000 kilómetros de distancia. El desagüe actual se abre en una bahía, en el extremo sur del lago y a buen seguro el viajero lo pasaría por alto. La línea de la costa se divide en dos islas bajas, ribeteadas de cantos de lava negra y cubiertas de jungla, con el agua verdegrís deslizándose entre ellas. No hay aldeas, salvo los pocos pescadores que van de aquí para allá en sus bolsas de papiro como barqueros en un estanque, no se divisa el más mínimo signo de civilización. El silencio es absoluto. En las rocas, algunos ágiles monos grises, y el martín pescador, blanco y negro, aleteando a dos o tres metros de agua antes de lanzarse en picado sobre un pez. Cuentan que en estos aledaños viven serpientes pitón que crecen hasta alcanzar seis metros o más, adornadas con dibujos que combinan el negro y otros muchos colores. Si tiene suerte, mucha suerte, tal vez vislumbre alguna nadando hacia un nuevo territorio de caza junto a la costa, pero lo más frecuente es que permanezcan apostadas en las ramas bajas de los árboles y que desde este seguro escondite entre las hojas lancen un trallazo para asir y devorar algún mono o pequeño y confiado antílope que baja al rio a beber.
Estamos a 1.800 metros sobre el nivel del mar y el sol ecuatorial es extraordinariamente abrasador y luminoso. No obstante, hacia mediodía se levanta una brisa sobre el lago que se prolonga hasta el atardecer; entonces el sol se desvanece en una explosión de lívidos colores que puede resultar muy fría si se duerme al raso durante la noche. El río está lleno de esos contrastes y sorpresas. En las fuentes puedes sentir el aislamiento y la soledad más extremos, pero ten por cierto que algún etíope, oculto entre los árboles, estará observando cada movimiento que hagas; además, el pueblo de Bahar Dar queda justo a la vuelta de un promontorio que se extiende al sur. A media hora escasa, al otro lado del lago, se levantan los monasterios coptos que han sobrevivido desde la Edad Media, habitados por monjes que por la mañana y de nuevo al atardecer deambulan lentamente en torno a las iglesias de techo de paja con la cruz en una mano y el humeante incensario en la otra. En lo murales del santuario, invadido por las ratas, desconchados por la humedad y la podredumbre, Cristo y sus discípulos etíopes aparecen representados como hombres blancos atendidos por mujeres santas medio desnudas. Sólo el diablo es negro.
En estos parajes, donde en un instante dado puede hacer un calor abrasador y al siguiente helar, donde la broncínea campana de la iglesia tañe en soledad, pronto se aprende a vivir entre anacronismo y contradicciones manifiestas. Se niega incluso que el lago Tana sea la fuente del río. Hay quien razona -de hecho, más que un razonamiento es una creen establecida y aceptada- que el río nace realmente en una zona pantanosa llamada Ghish Abbai, a unos cien kilómetros al sur. De este pantano, el río Pequeño Abbai, discurre por la meseta etíope hasta hasta el recodo suroeste del lago y se dice que sus aguas fluyen por el propio lago hasta la boca próxima de Bahar Dar que acabamos de describir. Todos los mapas antiguos muestran el curso del río marcado con trazo firme a través del lago. Lo más recientes presentan Ghish Abbai como fuente y nacimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario