Fernand Braudel: EL MEDITERRANEO
EL MAR.- Hay que tratar de imaginarlo, de verlo con la mirada de un hombre de antaño: como un límite, como una barrera extendida hasta el horizonte, como una inmensidad obsesionante, omnipresente, maravillosa y enigmática. Hasta ayer, hasta el vapor cuyos primeros récords de velocidad parecen hoy irrisorios -nueve días de travesía, en febrero de 1852, entre Marsella y El Pireo-, el mar ha seguido siendo inmenso para medida antigua de la vela y de los navíos sin fin, a merced de los caprichos del viento, que necesitaban dos meses para ir de Gibraltar a Estambul, y una semana al menos, a menudo dos, para ir de Marsella a Argel.
Desde entonces, el Mediterráneo se ha encogido un poco cada día más, ¡extraña piel de tafilete! Y en nuestros días el avión lo atraviesa de norte a sur en menos de una hora. De Túnez a Palermo, en treinta minutos: apenas habéis salido y ya ha sido sobrepasada la orla blanca de las salinas de Trapani. Si volais desde Chipre, ahí teneis Rodas, mancha negra y violeta, y, casi inmediatamente, el Egeo, las Cícladas de un color que, hacia mediodía, tira a naranja: no habéis tenido tiempo de distinguirlas cuando Atenas está ahí.
El historiador debe desprenderse, cueste lo que cueste, de esa visión que hace del Mediterráneo actual un lago. Como se trata de superficies, no olvidemos que el Mediterráneo de Augusto o de Antonio, o el de los Cruzados, o incluso el de las flotas de Felipe II, tiene cien veces, mil veces las dimensiones que nos revelan nuestros viajes a través del espacio aéreo o marino de hoy. Hablar del Mediterráneo de la historia es, pues -primer cuidado y preocupación constante- darle sus verdaderas dimensiones, imaginarlo en un vestido desmesurado. Por si solo, antes era un universo, un planeta.
UNA MESURADA FUENTE DE VÍVERES.- El mar añade mucho a los recursos del país mediterráneo, pero no le asegura la abundancia cotidiana. Sin duda, desde que ha habido hombres en sus riberas, de hecho desde el comienzo mismo de la prehistoria a través del Viejo Mundo, los peces han prestado su contribución de frutti di mare; es una industria tan vieja como el mundo. Pero, en el Mediterráneo, esos frutos no sobreabundan. No se trata ni de las riquezas del Dogger Bank, en Mar del Norte, ni de las fabulosas pesquerías de Terranova o Yeso, en el Norte del Japón o en las costas de Mauritania.
El Mediterráneo sufre, en efecto, una especie de insuficiencia biológica. Demasiado profundo, desde sus orillas carece de esas plataformas poco sumergidas, indispensables para la reproducción y la pululación de la fauna submarina. Además, el Mediterráneo, mar antiquísimo, estaría como desgastado en sus principios vitales por la longevidad; debido a ello, sería poco rico en plancton, esos animales y plantas microscópicas que flotan en la superficie de las aguas marinas y son el alimento básico de las especies.
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