Homero: LA ODISEA. Rapsodia XII: Las sirenas.
Busto de Homero en copia romana del Louvre
ODISEO.- ¡Oh amigos! No conviene que sean únicamente uno o dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló Circe, la divina entre las diosas, y os los voy a referir para que, sabedores de ellos, o muramos o nos salvemos, librándonos de la muerte y de la Parca. Nos ordena lo primero rehuir la voz de las divinales sirenas y el florido prado en que estas moran. Manifestóme que sólo yo debo oírlas, pero atadme con fuertes lazos, de pie y arrimado a la parte inferior del mástil -para que me esté allí sin moverme-, y las sogas ligándome al mismo. En el caso de que os ruegue y mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía.
Mientras hablaba, declarando estas cosas a mis compañeros, la nave, bien construida, llegó muy presto a la isla de las sirenas, pues la empujaba favorable viento. Desde aquel instante echóse el viento y reinó sosegada calma, pues algún numen adormeció las olas. Levantáronse mis compañeros, amainaron las velas y pusiéronlas en la cóncava nave y, habiéndose sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Sol Hiperiónida, y fui tapando con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos a la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron las sogas al mismo y, sentándose en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar. Hicimos andar la nave muy rápidamente y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá pudieran llegar nuestras voces, no se les encubrió a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a corta distancia, y empezaron con su sonoro canto:
LAS SIRENAS.- ¡Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se van todos después a recrearse con ella, sabiendo más que antes, pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros por lo voluntad de los dioses y conocemos también todo cuando ocurre en la fértil tierra.
Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oírlas, y moví las cejas mandando a mis compañeros, pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y levantándose al punto Parímedes y Euriloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás la sirena y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que yo había tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras.
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