Herman Melville.- BILLY BUDD
CAPITULO PRIMERO
En la época anterior a los barcos de vapor, o entonces con más frecuencia que ahora, quien vagabundease por los muelles de cualquier importante puerto de mar, veía requerida su atención de vez en cuando por un grupo de marineros bronceados, tripulantes de buques de guerra o marineros mercantes, bajados a tierra con permiso en traje de fiesta. En algunos casos flanqueaban, o rodeaban totalmente, como una guardia de corps, a algún personaje superior de su propia condición, que avanzaba con ellos como Aldebarán entre las luminarias menores de su constelación. El sujeto así señalado era el “Marinero Bonito” de aquellos tiempos menos prosaicos, tanto en la flota militar como en la mercante. Sin rastro perceptible de vanagloria en él, sino más bien con la descuidada falta de afectación de la realeza de nacimiento, parecía aceptar el homenaje espontáneo de sus compañeros de barco. Me acuerdo ahora de un caso bastante notable en Liverpool hace cerca de medio siglo, a la sombra de la gran pared sucia que daba a la calle del Dique del Príncipe, obstáculo hace mucho tiempo eliminado, y a un marinero raso, tan intensamente negro que por fuerza debía ser un africano nativo de la pura sangre de Cam; con una figura armoniosa muy por encima de la talla media, los extremos de un alegre pañuelo de seda echado flojamente por el cuello bailaban sobre el ébano exhibido de su pecho: en sus orejas se veían grandes aros de oro y un gorro escocés con una cinta de tartán remataba su bien formada cabeza.
Una edición del libro
Era un cálido mediodía de julio y su cara reluciente de sudor refulgía de bárbaro buen humor con joviales salidas a izquierda y derecha, haciendo refulgir a la vista sus blancos dientes, avanzaba juguetón como centro de su grupo de marineros. Estos se componían de tal variedad de tribus y colores que les hubiera hecho adecuados para que Anacarsis Clootz (*) los presentara ante la tribuna de la primera Asamblea Francesa como representantes de la raza humana. A cada tributo espontáneo que los transeúntes rendían a esta pagoda negra de hombre –el tributo de una detención y una mirada y, con menos frecuencia, una exclamación- El abigarrado cortejo mostraba tener en quien lo provocaba esa suerte de orgullo que sin duda mostraban los sacerdotes asirios por su gran Toro esculpido cuando se postraban los fieles.
Casa-museo de Melville
(*) El barón prusiano Jean Baptiste Clootz (1755-1794) se cambió el nombre por Anacarsis y, titulándose “Orador de la raza humana”, apareció ante la Asamblea Legislativa revolucionaria en 1792, con un grupo de representantes de diversos países.