lunes, 30 de julio de 2012

Darío Fo.- MUERTE ACCIDENTAL DE UN ANARQUISTA

Esta edición de la obra




     PRIMER ACTO. Escena primera.

     Un despacho corriente de la jefatura central de policía. Un escritorio, un armario, algunas sillas, una máquina de escribir, un teléfono, una ventana, dos puertas,


Un gesto quasi-serio del autor

     Bertozzo (Hojea papeles mientras se dirige a un sospechoso, que está sentado tranquilamente). Vaya, vaya… así que es la primera vez que te disfrazas. Aquí dice que te has hecho pasar dos veces por cirujano, uno por capitán de infantería, tres por obispo, una por ingeniero naval… En total te han detenido… veamos…, dos y tres, cinco… una, tres… dos… once veces en total y con ésta, doce.

     Sospechoso.- Si, doce detenciones. Pero le hago notar, señor comisario, que jamás me han condenado. Mi certificado de penales está limpio.

     Bertozzo.- No sé cómo te las habrás arreglado para escaquearte. pero te aseguro que ahora te lo mancho yo… ¡puedes jurarlo!

     Sospechoso.- No, si yo le comprendo, comisario. Un certificado de penales que manchar le apetece a cualquiera.

Los actores en escena

     Bertozzo.- Muy gracioso. La denuncia dice que te has hecho pasar por psiquiatra, profesor ex­-adjunto de la universidad de Padua. ¿Sabes que puedes ir a la cárcel por impostor?

     Sospechoso.- En efecto, si fuera un impostor cuerdo… pero estoy loco, loco patentado. Observe mi historial clínico: internado dieciséis veces, y siempre por lo mismo. Tengo la manía de los personajes, se llama “histriomanía”, viene de histrión, que significa actor. Tengo el hobby de interpretar papeles siempre distintos. Pero como lo mío es el teatro-verité, necesito que mi compañía la componga gente de verdad… que no sepa actuar. Además, carezco de medios, y no podría pagarles. He pedido subvenciones al Ministerio de Cultura, pero al no tener enchufes políticos…

Dario Fo y su mujer, Franca Frame

     Bertozzo.- … te subvencionan tus actores. Que los explotas, vamos.

     Sospechoso.- Yo jamás he estafado a nadie.

     BERTOZZO.- Si te parece poca estafa cobrar cien mil liras por consulta…

     AGENTE (Que está detrás del sospechoso).- ¡Qué timo!

     SOSPECHOSO.- Son los honorarios habituales de un psiquiatra que se respete, y ha pasado dieciséis años estudiando esa disciplina.

     BERTOZZO.- Oye, pero tú, ¿cuándo has estudiado?

     SOSPECHOSO.- Me he pasado veinte años estudiando, en dieciséis manicomios diferentes, a miles de locos como yo… día a día, y también de noche… porque yo, a diferencia de los psiquiatras corrientes, dormía con ellos… a veces con otros dos, porque siempre faltan camas. De todos modos, infórmese, y comprobará que mi diagnóstico de ese pobre esquizofrénico por el que me han denunciado era perfecto.

     BERTOZZO.- ¿También las cien mil liras eran perfectas?

     SOSPECHOSO.- Pero comisario…. me he visto obligado, por su bien.

     BERTOZZO.- ¿Por su bien? ¿Es parte de la terapia?

     SOSPECHOSO.- Por supuesto. Si no llego a timar las cien mil liras, ¿cree que ese pobre desgraciado, y sobre todo su familia, se habrían quedado tranquilos? Si les hubiese pedido veinte mil, habrían pensado: “No debe valer mucho, a lo mejor ni siquiera es profesor, será un novato recién licenciado”. en cambio, así, se quedaron sin habla al oír la cifra, y pensaron: “¿Quién será? ¿Dios en persona?”, y se fueron más contentos que unas pascuas. Hasta me besaron la mano… “Gracias, profesor”, llorando de emoción.

 Una vista de Varese, la ciudad donde se estrenó

jueves, 26 de julio de 2012

François Mauriac.- EL DESIERTO DEL AMOR

Una edición del libro
    


     CAPITULO PRIMERO

     Durante muchos años, Raymond Courrèges alimentó la esperanza de volver a encontrar en su camino a María Cross, pues deseaba ardientemente vengarse de ella. Muchas veces siguió en la calle a una transeúnte pensando que era aquélla a la cual buscaba. Luego el tiempo había apaciguado de tal forma su rencor, que, cuando el destino volvió a ponerlo frente a esa mujer, no experimentó en el primer momento esa mezcla de felicidad y de furor que un encuentro semejante debería haberle producido. Cuando entró aquella tarde en un bar de la calle Duphot no eran más que las diez de la noche, y el mulato del jazz canturreaba solo ante un maître de hotel atento. En la estrecha boîte, donde hasta la medianoche las parejas estarían pisoteándose, roncaba, como su fuera una gorda mosca, un ventilador. al portero, que extrañado dijo: “No estamos acostumbrados a verlo tan temprano, señor…”, Raimond contestó sólo con una señal de la mano indicando que interrumpieran ese zumbido. El portero, confidencialmente, quiso en vano convencerlo de que “el nuevo sistema, sin producir viento, absorbía el humo”. Courrèges de dio tal mirada que el hombre se batió en retirada hacia el guardarropa; pero en el techo el moscardón calló como si hubiera sido un moscardón que se detiene en el vuelo.

Mauriac entre libros

     El joven, entonces, después de haber deshecho la línea inmaculada de los manteles y luego de hacer reconocido en el espejo su rostro, que se mostraba como en uno de sus peores días, interrogóse: “¿Qué es lo que no marcha?” ¡Cáspìta! Odiaba las tardes perdidas y esta sería una tarde perdida por culpa de ese animal de Eddy H… debió forzar al muchacho, cazarlo en su redil para traerlo al cabaret. Durante la comida, y apenas se hubo sentado en el borde de la silla, impaciente, Eddy se excusó de su falta de atención, pues le dolía la cabeza. Se aprontaba ya para un placer futuro y próximo. Una vez que hubo tomado su café, Eddy huyó, alegre, brillantes los ojos, las orejas rojas, las ventanillas de la nariz abiertas. Durante todo el día Raimond habíase hecho una agradable imagen de esta tarde y de esa noche, pero sin duda Eddy había preferido ofertas de placer más refrescante que ninguna confidencia.

El chalet de los Mauriac en las Landas

     Extrañóse Courrèges de sentirse no sólo decepcionado y humillado, sino también triste. Se sentía escandalizado al ver que cualquier camarada le resultaba irremplazable. Esta era una novedad en su vida: hasta los treinta años había sido incapaz de ese desinterés que exige la amistad. Por lo demás, se encontraba demasiado ocupado con las mujeres; había, pues, despreciado todo aquello que no le parecía objeto de posesión, y podía haber dicho, como un niño goloso: “Sólo amo aquello que se devora.” En ese tiempo usaba a sus amigos como testigos o como confidentes: para él un amigo era antes que nada un par de orejas. Gustaba también de probarse a si mismo que los dominaba, que los dirigía; tenía la pasión de influir y halagábale poder desmoralizarlos metódicamente.

La calle Duphot en esa época

     Raymond Courrêges se habría hecho una clientela tal como su abuelo el cirujano, como su tío abuelo jesuita, como su padre el doctor, si hubiera sido capaz de subordinar sus apetitos a una carrera y si su gusto por el placer no le hubiera impedido siempre perseguir lo que no le producía satisfacción inmediata. Sin embargo, llegaba a la edad en la que se dirigen al alma pueden establecer su dominio: Courrèges sabía sólo enseñar a sus discípulos el mejor rendimiento del placer. Pero los más jóvenes deseaban tener cómplices de su misma generación, por lo cual su clientela mermaba. En el amor, la caza siempre abunda; pero el pequeño rebaño de aquellos que han empezado a vivir con nosotros se reduce cada año. Courrèges odiaba, por tener su misma edad, a esos sobrevivientes de las sombrías heridas de la guerra, que, con el pelo gris, su panza y sus cráneos, habíanse hundido en el matrimonio o estaban deformados por la profesión. Los acusaba de ser los asesinos de su juventud y de traicionarla antes que la juventud renunciara a ellos.

 Mauriac con sus amigos




domingo, 22 de julio de 2012

Fedor Dostoyevski.- EL JUGADOR




CAPITULO PRIMERO



     Por fin estaba de regreso, después de dos semanas de ausencia. Los nuestros llevaban ya tres días en Ruletenburgo. Yo creía que ellos, sabe Dios cómo, me estarían aguardando, pero me equivocaba. El general, que me recibió indiferente, habló con altanería y me envió a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Me pareció, incluso, que el general sentía cierto reparo a mirarme.



     María Filíppovna estaba a ocupadísima y habló conmigo muy superficialmente; sin embargo, aceptó el dinero que le traía, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin.

     Para la comida aguardaban a Mezentsov, a un francés y también acierto inglés; en cuanto tenían dinero era habitual ofrecer un gran banquete según la costumbre moscovita.

     Al verme, Polina Alexándrovna me preguntó por qué me había demorado tanto, y sin aguardar respuesta se fue no sé a dónde. Naturalmente que aquello lo hizo adrede. Sin embargo, nos era indispensable llegar a una explicación entre los dos. Se habían acumulado muchas cosas.

     Me destinaron a una pequeña habitación en el cuarto piso del hotel: aquí todos sabían que yo formaba parte del séquito del general. A juzgar por lo visto habían logrado darse aires de importancia. Al general se le consideraba por aquí por todos un riquísimo magnate ruso. Antes de la comida tuvo tiempo de hacerme algunos encargos, entre ellos el de cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la oficina del hotel, y ahora, durante dos semanas por lo menos, van a creernos millonarios.

El casino de Baden-Baden por fuera

     Yo quería llevar de paseo a Misha y Nádenka, pero cuando estábamos ya en la escalera el general me mandó llamar; quería saber a dónde llevaba a los niños. Este hombre, decididamente, no puede mirarme cara a cara: de buena gana él lo querría, pero a cada tentativa suya le lanzo una mirada tan fija, es decir, tan poco respetuosa, que se desconcierta. Con frases grandilocuentes, colocando una tras otra y acabando por perderse, me dio a entender que pasease con los niños en alguna parte, por el parque, lo más lejos posible del casino. Por último, se enfadó, y agregó bruscamente: “Porque es usted capaz de llevar a los niños a la ruleta. Perdóneme –agregó. es usted bastante informal y capaz por ello de dejarse arrastrar hasta el juego. En todo caso yo no soy ni deseo ser su mentor, al menos me creo en el derecho de desear que usted, por así decirlo, no me comprometa…”

El casino de Baden-B aden por dentro

     -Ni siquiera tengo dinero –respondí tranquilamente-; y para perder es preciso tenerlo.

     -Voy a dárselo tranquilamente –respondió el general, sonrojándose ligeramente; buscó en su escritorio, consultó un libro de notas y resultó que me debía unos doscientos veinte rublos.

     -¿Cómo lo arreglaremos? –dijo-. Hay que cambiarlos en táleros. Mire, tome cien táleros para redondear la cuenta; lo demás no lo perderá, claro.

     Tomé el dinero sin pronunciar palabra.

La mesa de la ruleta

     -Supongo que no interpretará mal mis palabras; es usted tan susceptible… Si le hice esta observación fue sólo como una sencilla advertencia, y creo tener cierto derecho…

    

lunes, 16 de julio de 2012

Inca Garcilaso de la Vega.- LA CONQUISTA DEL PERÚ

El Inca Garcilaso


      I. TRES ESPAÑOLES, HOMBRES NOBLES, ASPIRAN A LA CONQUISTA DEL PERÚ



      En las cosas que hemos dicho, en el libro nono de la primera parte de nuestros Comentarios Reales, se ocupaba el bravo Atahuallpa tan contento y ufano de pensar que con sus crueldades y tiranías iba asegurando su imperio, cuán ajeno y descuidado de imaginar que mediante ellas mismas se lo habían de quitar muy pronto gentes extrañas, no conocidas, que en tiempo tan próspero tan próspero y favorable como él se prometía, llamaron a su puerta para derribarle de su trono y quitarle la vida y el imperio, que fueron los españoles. Cuya historia para haberla de contar como pasó, será necesario volvamos unos años atrás para tomar de sus primeras fuentes la corriente della. Decimos que los españoles, después que descubrieron el Nuevo Mundo, andaban tan ganosos de descubrir nuevas tierras

Una edición de los Comentarios Reales

y otras más y más nuevas que, aunque muchos de ellos estaban ricos y prósperos, no contentos con lo que poseían, ni cansados de los trabajos, hambres, peligros, heridas, enfermedades, malos días y peores noches, que por mar y por tierra habían pasado, volvían de nuevo a nuevas conquistas y mayores afanes, para salir con mayores hazañas que eternizaran sus famosos nombres. Así acaeció en la conquista del Perú, que viviendo en Panamá Francisco Pizarro, natural de Trujillo, de la muy noble sangre que de este apellido hay en aquella ciudad, y Diego de Almagro, natural de Malagón, según Agustín de Zárate, aunque Gomara dice que de Almagro, que es más verosímil por el nombre, no se sabe de qué linaje, más sus obras, tan hazañosas y generosas dicen que fue nobilísimo, porque es lo que las hace tales, y por el fruto se conoce el árbol. Eran hombres ricos y famosos

El Golfo de Uraba

por las hazañas que en otras conquistas habían hecho, particularmente Francisco Pizarro, que había sido capitán y teniente de gobernador, año de mil quinientos y doce, en la ciudad de Uraba, cuando la conquistó y pobló él mismo con cargo de teniente general, por el gobierno de Alonso de Hojeda, y que fue el primer capitán español que en aquella provincia hubo, donde hizo grandes hechos y pasó muchos y muy grandes afanes, como lo dice muy breve y muy compendiosamente Pedro de Cieza de León, capítulo sexto, con estas palabras: Y después desto pasado el gobernador Hojeda fundó un pueblo de cristianos en la parte que llaman de Uraba, donde puso por su capitán y lugarteniente a Francisco Pizarro, que después fue gobernador y marqués, y en esta ciudad o villa de Uraba pasó muchos trabajos este capitán Francisco Pizarro, con los indios de Uraba y con hambres y enfermedades que para siempre quedará dél fama, etc. Hasta aquí es de Pedro de Cieza. También se halló en el descubrimiento de la mar del Sur con el famoso sobre los famosos Vasco Núñez de Balboa, y en la conquista de Nombre de Dios y Panamá se halló con  el gobernador Pedro Arias de Ávila, como lo dice Gomara al fin del capítulo ciento y cuarenta y cinco de la historia de las Indias.

Relieve en madera de Francisco Pizarro

      Pero no contento Francisco Pizarro ni Diego de Almagro de los trabajos pasados, se ofrecieron a otros mayores; para lo cual movidos de la fama simple que entonces había del Perú, hicieron compañía y hermandad entre sí estos dos ilustres y famosos varones, y con ellos Hernando de Luque, maestre-escuela de Panamá, señor de la Taboga, juraron todos tren en público, y otorgaron escritura de obligación de no deshacer la compañía por gastos ni desgracias que en la empresa que emprendían de la conquista del Perú les sucediese, y que partirían hermanablemente cualquier ganancia que hubiese. . . .

Estatua de Almagro en su villa natal

miércoles, 11 de julio de 2012

Georges Simenon.- EL ASESINO DEL CANAL (Le charretier de “La Providence”)

El autor, en un momento de descanso



      De los hechos minuciosamente reconstruidos nada podía deducirse, salvo que el descubrimiento realizado por los dos carreteros de Dizy era, por decirlo de algún modo, insólito.

      El domingo –era el 4 de abril- había diluviado desde las tres de la tarde.

      A esas horas había en el puerto, sobre la esclusa 14, que sirve de conexión entre el Marne y el canal lateral, dos gabarras descendentes con motor, un barco que descargaban y otro a medio cargar.

      Poco antes de las siete, cuando comenzaba el crepúsculo, un barco cisterna, el Eco III había penetrado en la cámara de la esclusa tras anunciar su llegada.

      El esclusero, al verlo, se había puesto del mal humor porque en su casa lo esperaban unos parientes que habían ido a visitarlo. Había dirigido una señal negativa a un “barco cuadra” que se acercó acto seguido, arrastrado lentamente por sus dos caballos.

Esclusa en el rio Oise

      De vuelta a su casa, no había tardado en ver entrar al carretero, a quien ya conocía.

      -¿Puedo pasar la esclusa? Al patrón le gustaría dormir mañana en Juvingny.

      -Pasa si quieres. Pero tendrás que encargarte tu mismo de abrir las puertas.

      La lluvia caía cada vez con mayor violencia. desde su ventana el esclusero vio la figura rechoncha del carretero caminando pesadamente de una puerta a otra, haciendo avanzar sus animales y enganchando las sirgas a las bitas.

      La gabarra se alzó poco a a poco por encima de los muros. Ya no era el patrón quien llevaba el timón, sino su esposa, una gorda bruselense de voz aguda y cabellera de un rubio chillón.

Jean Gabin como Simenon

      A las siete y veinte la gabarra La Providence se había detenido delante del Café de la Marine, detrás del Eco III. Los caballos subieron a bordo. El carretero y el patrón de la gabarra se dirigieron al café, donde ya se encontraban otros marineros y dos pilotos de Dizy.

      A las ocho, cuando la noche había caído por completo, un remolcador dejó junto a las puertas de la esclusa los cuatro barcos que arrastraba.

      Esto aumentó la clientela del Café de la Marine. Se llenaron seis de las mesas. hablaron de una a otra. Los que entraban dejaban tras de si regueros de agua y sacudían sus botas pegajosas

      En la habitación contigua, una tiendecita iluminada por una lámpara de petróleo, las mujeres hacían sus compras.

      La atmósfera estaba muy cargada. Discutieron sobre un accidente que se había producido en la esclusa 8 y sobre el retraso que podrían sufrir los barcos ascendentes.

      A las nueve, la patrona de la Providence acudió al Café de la Marine a buscar a su marido y al carretero, y se fueron después de un saludo a la redonda.

Una edición de la novela

      A las diez, las lámparas se habían apagado a bordo de la mayoría de los barcos. El esclusero acompañó a sus parientes hasta la carretera de Epernay, que franquea el canal a dos kilómetros de la esclusa.

      No vio nada anormal. De vuelta, al pasar por delante del Café de la Marine, el esclusero asomó la cabeza y un piloto le llamó.

      -¡Vente a tomar una copita! Estás empapado.

      Bebió una copa de ron de pie. Los carreteros, ahítos de vino tinto y con los ojos brillantes, se levantaron para dirigirse a la cuadra contigua al café; una vez allí, se acostaron en la paja, al lado de sus caballos.

      No estaban del todo borrachos, pero habían bebido lo suficiente como para dormir profundamente.

La calle principal de Dizy en la actualidad

      En la cuadra, iluminada por una linterna de seguridad regulada a media luz, había cinco caballos.

      A las cuatro, uno de los carreteros despertó a su compañero y ambos se ocuparon de los animales. Oyeron como sacaban de la gabarra los caballos de La Providence y los enganchaban.

      DA esa misma hora, el dueño del café se levantó y prendió la lámpara de su habitación en el primer piso. También él oyó ponerse en marcha La Providence.

      A las cuatro y media, el motor diesel del barco cisterna, el Eco III, empezó a carraspear y se marchó al cabo de un cuarto de hora, después de que el patrón hubiera tomado un ponche en el café, cuyas puertas acababan de abrir.

      No bien salió, y cuando su barco no había llegado al puente, los dos carreteros descubrieron aquello.

      Uno de ellos arrastraba sus caballos hacia el camino de sirga. El otro, que hurgaba en la paja para encontrar su látigo, tropezó con un cuerpo frío.

      Creyó reconocer un rostro humano e, presionado, buscó su linterna e iluminó el cadáver que pronto conmocionaría a Dizy y alteraría la vida del canal.






viernes, 6 de julio de 2012

Fustel de Coulanges.- LA CIUDAD ANTIGUA

Fustel de Coulanges



LA CIUDAD ANTIGUA



Libro Primero. Capítulo Primero: CREENCIAS SOBRE EL ALMA Y LA MUERTE

La entrada del mundo de ultratumba en un mausoleo egipcio 

      Hasta en los últimos tiempos de Grecia y de Roma subsisten en el vulgo un cúmulo de pensamientos y de costumbres que procedían de una época muy remota, y que pueden servirnos para conocer las ideas que al principio se formó el hombre acerca de su propia naturaleza, de su alma y del misterio de la muerte.



      Por mucho que nos adentremos en la historia de la raza indo-europea, de la cual son ramas las poblaciones griegas y romanas, no hallaremos pruebas de que esta raza haya emitido opiniones de que la muerte significa el fin de todo. Las antiguas generaciones, anteriores a la aparición de los filósofos, creyeron en otra existencia posterior a la presente y miraron la muerte, no como la disolución completa de nuestro ser, sino como un simple cambio de vida.

Un sepulcro romano

      Pero, ¿en qué sitio y de qué modo transcurría esta segunda existencia? ¿Creían que el espíritu mortal cuando salía del cuerpo iba a animar a otro? No; no la creencia de la metempsicosis no pudo arraigar jamás en el ánimo de las poblaciones greco-italianas, y tampoco creían en ella los arios del Oriente, puesto que los himnos de los Vedas se encuentran en oposición con ella. ¡Creían que el espíritu se remontaba al cielo, hacia una región de luz? Tampoco; porque la idea de que las almas entraban en una morada celestial es de época relativamente reciente en Occidente, puesto que la primera vez que se la ve expresada es por el poeta Facilides, y la mansión celestial no fue mirada sino como recompensa para algunos grandes personajes. Según las creencias más antiguas de los italianos y de los griegos, no era el otro mundo extraño a éste en el que debía pasar el alma su segunda existencia, sino en este mismo, cerca de los hombres, continuando su vida debajo de la tierra. Hasta se llegó a creer durante mucho tiempo que en esta segunda existencia el alma permanecía unida al cuerpo y que, puesto que había nacido con él, no se la separaba por la muerte, sino que se encerraba con él en la tumba.



      Por antiguas que sean estas creencias, nos han dejado testimonios auténticos en los ritos de las sepulturas, que sobrevivieron mucho a las creencias primitivas, pero que habían nacido con ellas y nos ayudan a comprenderlas. Los ritos sepulcrales demuestran que cuando se depositaba un cuerpo en la tumba se creía enterrar en ella algo que aún tenía vida. Virgilio, que con tanta precisión y escrúpulo describe las ceremonias religiosas, termina la relación de los funerales de Polidoro con estas palabras: “Encerramos el alma en el sepulcro.” Hállase la misma expresión en Ovidio y en Plinio el Joven, y no porque correspondiese a las ideas que estos escritores tenían acerca del alma, sino porque desde tiempo inmemorial se había perpetuado en el lenguaje, atestiguando las creencias antiguas del vulgo. Era costumbre al final de la ceremonia fúnebre llamar tres veces al alma del muerto por el nombre que había llevado en vida; se le deseaba una existencia feliz bajo tierra, y tres veces se le decía: “Pásalo bien”, añadiendo: “que la tierra te sea ligera”. ¡Hasta tal punto se creía que iba a seguir viviendo bajo tierra y que conservaría el sentimiento del bienestar o del sufrimiento!

La casa de Fustel en Passy