martes, 11 de septiembre de 2012

Marguerite Yourcenar.- MEMORIAS DE ADRIANO


 
Yourcenar trabajando
 


 

Querido Marco:

     He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y de la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mi mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mi un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez en mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más
 
Vista actual de la avenida de Bruselas en que nació
 
seguro y mejor conocido que mi alma no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz… Amo a mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de trabajo. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede
 
Mont Noir, en Flandes, donde vivió con su abuela
 
exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
 
Primera mujer en la Academia Francesa

     No te llames sin embargo a engaño; aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis

Con su pareja, Grace Flick

probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o de una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían; y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tibur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
 
Paisaje de Mount Desert Island, en Maine, donde vivió muchos años