jueves, 19 de abril de 2012

Gregorio Marañón.- ENSAYO BIOLÓGICO SOBRE ENRIQUE IV DE CASTILLA Y SU TIEMPO


Una edición del libro

      Capítulo III
LOS PADRES Y LA INFANCIA DE DON ENRIQUE


Marañón según Zuloaga

      Enrique IV fue hijo único de Don Juan II y de su mujer, la reina Doña María, hija de Don Fernando de Aragón. El hipotético centón de Fernán Gómez de Cibdarreal nos cuenta que la augusta madre padeció una grave hemorragia en el momento de nacer; y hace después horóscopos felicísimos sobre el nuevo príncipe, demostrando así el grave peligro que corren los augures, reales o imaginarios, al pronosticar sobre las cosas públicas. Palencia insinúa que tal vez fue hijo adulterino; pero la herencia de Don Juan aparece tan directamente en Don Enrique que excluye la posibilidad de esta especie, creada, sin duda, en el ambiente corrompido de la corte. Don Juan II fue, en efecto, como su hijo, de talla alta “y de grandes miembros”, pero no de buen talle; “de buen gesto, blanco y rubio,


Tumba de Juan II en la Cartuja de Miraflores, Burgos

los hombros altos y el rostro grande”. Luego comentaremos la reproducción de estos mismos detalles en la morfología de su hijo. Y desde el punto de vista psicológico encontramos en el padres las mismas cualidades poco deseables que luego alcanzaron en Don Enrique todo su siniestro esplendor. Fue Don Juan, a pesar de la buena fama con que, a través de ciertos historiadores ha pasado a la posteridad, débil de carácter y sugestionable hasta el punto de su vergonzosa sumisión a la larga tutela de Don Álvaro de Luna, del que después se desprendió con la crueldad fría que caracteriza a las reacciones de los hombres cobardes cuando, ya debilitado el tirano, pueden tomar estas revanchas que les justifican de su propia impotencia. La muerte de Don Álvaro, que al fin era un hombre dotado de cualidades políticas superiores, y que supo mantener al monarca en una digna limitación, dejó en libertad los instintos de éste, entregándose desde entonces a todo género de voluptuosidades y excesos que no tardaron en matarlo. Toda su historia es un tejido de abdicaciones, de sensualidades desaforadas y de injusticias, sin que baste a mejorar este grave juicio su reconocida afición a la lectura de poetas y filósofos y al arte musical que también transmitió a Don Enrique. Fue, sin duda, lo que hoy llamaríamos un intelectual, pero ni entonces ni ahora debe servir ese título, como a veces ocurre, de patente de corso para ningún género de fechorías.


Tumba de Enrique IV en Guadalupe

      Doña María, la reina, “la que, según Palencia, no halló en el matrimonio el menor goce”, murió joven y, a la verdad, de un modo tan extraño que no hace nada inverosímil la sospecha de que fuese envenenada, como su hermana la reina de Portugal, desterrada en Toledo y madre de la princesa Doña Juana, segunda esposa de Enrique IV, de la que tanto tendremos que ocuparnos. Nada aportan los datos que de ella pueden recogerse al interés de nuestra historia clínica. Debió ser una mujer buena, insignificante y melancólica. Todo lo malo de Don Enrique le afluye sin duda por vía paterna, haciéndonos pensar cuanto hubiera ganado probablemente la historia de España de haber sido cierto el adulterio de la reina a que antes nos hemos referido. Los rasgos degenerativos de Don Juan II pasaron también, con su segundo matrimonio, a la otra rama de su descendencia, agravados por la tara indudable de la nueva esposa. Doña Isabel, la futura Reina Católica, fue un producto genial de esta triste herencia, un eslabón excelso –como es siempre el genio- en una cadena de miserias. Pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su nieta, la loca Doña Juana, y en varios más de sus sucesores.


Don Álvaro de Luna

viernes, 13 de abril de 2012

Anatole France.- EL ANILLO DE AMATISTA


Anatole France
 
EL ANILLO DE AMATISTA    
 
 
El autor
 
I
 
La señora de Bergeret abandonó el hogar conyugal, conforme lo había decidido, y se retiró a casa de su madre, la señora viuda de Pouilly.
A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.
Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.
—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.

Una edición del libro

La señora de Bergeret estaba muy satisfecha de inspirar simpatía a la señora Dellion y admiración a la señora Dutilleul. Pero, a pesar de todo, dudaba entre marcharse o no, porque su carácter era casero, y rutinario, y porque vivía satisfecha entre la holganza y la mentira. En esta coyuntura, el señor Bergeret hizo todo lo posible para librarse de su esposa, y soportó pacientemente las torpezas de María, su desastrosa criada, símbolo de la miseria, del terror y de la desesperación en aquella cocina donde, al decir de las gentes, introdujo ladrones y asesinos y sólo se manifestó por verdaderas catástrofes.
Noventa y seis horas antes del día señalado para la marcha de la señora Bergeret, aquella moza, en completa embriaguez según costumbre, derramó el petróleo inflamado del quinqué en el cuarto de su ama, y ardieron las colgaduras de la cama, que eran de cretona azul.
La señora Bergeret hallábase de visita en casa de su amiga la señora Lacarelle, y a su regreso vio, en el silencio terrible de la casa, las huellas del desastre. Inútilmente llamó a la moza aletargada y al marido petrificado; durante largo rato contempló los estragos del incendio y las lúgubres señales que el humo había dejado en el techo. Aquel accidente casual tomaba una expresión mística y espantable a sus ojos. Por fin, como la vela se extinguía, temerosa de quedarse a oscuras, muy fatigada y temblando de frío, se acostó bajo el armazón carbonizado donde colgaban ennegrecidos jirones semejantes a las alas de los murciélagos. Por la mañana, al despertarse, lloró sus cortinas azules, recuerdo y símbolo de su juventud, y se lanzó descalza, en camisa, desgreñada, impresionada por el siniestro, gritando y lamentándose en torno de la sombría estancia. El señor Bergeret nada contestó: ella no existía ya para él

Anillo de amarista

Al anochecer, y con la ayuda de la cocinera, puso la cama en el centro del gabinete desolado; pero comprendió que aquel no era para ella en lo sucesivo un lugar de reposo, y que debía abandonar un aposento en el cual, durante quince años, realizó las funciones ordinarias de la vida.
Entretanto, el ingenioso Bergeret, que había tomado para vivir con su hija Paulina un pisito en la plaza de San Exuperio, trasladaba sus cachivaches afanosamente.
Sin cesar iba y venía, escurriéndose a lo largo de las paredes con la agilidad de un ratón sorprendido en sus derribos. En el fondo de su alma se regocijaba, pero supo disimular con prudencia su alegría.
La señora Bergeret reflexionó que se hallaba próximo el fin del arriendo y que le sería preciso desalojar la casa, por lo cual también se ocupó en enviar muebles a su madre, que habitaba en las afueras de una ciudad provinciana. Hacía toda clase de envoltorios de ropa, empujaba los armarios, daba órdenes al embalador, estornudaba entre la polvareda que se había levantado y escribía en tarjetas la dirección de la viuda Pouilly.

Una casa del siglo XIX

La señora de Bergeret sacó de su trabajo algún provecho moral. El trabajo es bueno para el hombre: le distrae de su propia vida, le aleja de la contemplación espantosa de sí mismo, le impide mirar a ese otro yo que lleva dentro y que le apesadumbra en la soledad; es el supremo recurso para la ética y la estética. El trabajo es, además, conveniente, porque distrae nuestra vanidad, engaña nuestra impotencia y nos comunica la esperanza de sucesos prósperos. Nos preciamos de vencer al Destino por su mediación. Como no comprendemos las necesarias relaciones que ligan nuestro propio esfuerzo a la mecánica universal, nos parece que este esfuerzo se inclina de nuestra parte contra lo demás de la maquinaria. El trabajo nos ilusiona y nos finge voluntad, fuerza, independencia; nos diviniza a nuestros propios ojos; nos convierte, para nosotros mismos, en héroes, genios, demonios, demiurgos, dioses, en Dios. Y, en realidad, sólo se ha concebido siempre a Dios como un obrero. Acaso por estas razones, la señora de Bergeret recobró entre los embalajes su ligereza natural y la feliz energía de sus fuerzas animales. Mientras hacía envoltorios cantaba romanzas; la sangre que corría presurosa por sus venas inundábale de gozo el alma. Auguraba un porvenir favorable, imaginando con risueños colores su estancia en el Norte, rodeada por su madre y sus dos hijas menores. Esperaba rejuvenecerse, agradar, brillar, así como encontrar grandes simpatías, recibir homenajes. ¿Y quién sabe si encontraría también la riqueza en la tierra natal de los Pouilly con un segundo casamiento, después de un divorcio acordado en favor suyo? ¿No podría casarse con un hombre serio, agradable, propietario, agricultor o empleado, muy distinto de Bergeret?
Los cuidados del embalaje la proporcionaban también satisfacciones íntimas, y hasta la favorecían con algunas ventajas manifiestas. En efecto, además de recoger los muebles que aportó al casarse y la mitad de los bienes gananciales que la correspondían, embaulaba otros objetos, propiedad evidente de su marido. Entre sus camisas puso una taza de plata que el señor Bergeret había heredado de su abuela materna. De igual modo mezcló con sus joyas, que por cierto no eran de gran valor, la cadena y el reloj del señor Bergeret padre, profesor de la Universidad, que se había negado a prestar juramento al Imperio en 1852 y murió en 1873, desatendido y pobre.
La señora de Bergeret sólo interrumpía sus faenas para hacer las melancólicas y triunfantes visitas de despedida. La opinión se le mostraba favorable. Los juicios de los hombres son muy varios, y no hay un solo rincón en el mundo donde se hallen de acuerdo todas las opiniones. Tradidit mundum disputationibus eorum. La propia señora de Bergeret era motivo de disputas corteses y de secretas disensiones. Casi todas las señoras de la sociedad burguesa la juzgaban digna, puesto que la recibían; pero, sin embargo, algunas sospecharon que su aventura con el señor Roux no fue del todo inocente. Quién la criticaba, quién la excusaba, y no faltó quien aprobara su conducta, en detrimento del señor Bergeret, que, a su juicio, era un mal hombre.
Lo cual estaba en duda todavía, porque otras personas juzgaban al señor Bergeret bondadoso, tranquilo, aborrecible solamente por su inteligencia demasiado sutil, a la vez que despreciadora de las inteligencias vulgares.
El señor de Terremondre afirmaba que Bergeret era muy afectuoso, a lo que la señora de Dellion contestaba que, si fuera realmente bueno, no se separaría de su mujer aun cuando ella fuese mala.
—Esto sería verdadera bondad —insinuaba ella—, pues no tiene mérito acomodarse a una mujer encantadora.
Y la señora Dellion agregaba también:
—El señor Bergeret se obstina en conservar a su mujer a su lado, pero ella le abandona y tiene razón: éste será el castigo del señor Bergeret.
Así la señora Dellion sostenía dos opiniones en absoluto desacuerdo, porque las ideas humanas obedecen a la violencia del sentimiento y no al dictado de la razón.
A pesar de ser contradictorios los juicios de las gentes, la señora de Bergeret dejara en la ciudad buena fama si la víspera de su partida, cuando visitó a la señora de Lacarelle para despedirse, no se hubiera encontrado sola en el salón con el señor Lacarelle.