Anatole France
El autor
I
La señora de Bergeret abandonó el hogar conyugal, conforme lo había decidido, y se retiró a casa de su madre, la señora viuda de Pouilly.
A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.
Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.
—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.
La señora de Bergeret estaba muy satisfecha de inspirar simpatía a la señora Dellion y admiración a la señora Dutilleul. Pero, a pesar de todo, dudaba entre marcharse o no, porque su carácter era casero, y rutinario, y porque vivía satisfecha entre la holganza y la mentira. En esta coyuntura, el señor Bergeret hizo todo lo posible para librarse de su esposa, y soportó pacientemente las torpezas de María, su desastrosa criada, símbolo de la miseria, del terror y de la desesperación en aquella cocina donde, al decir de las gentes, introdujo ladrones y asesinos y sólo se manifestó por verdaderas catástrofes.
Noventa y seis horas antes del día señalado para la marcha de la señora Bergeret, aquella moza, en completa embriaguez según costumbre, derramó el petróleo inflamado del quinqué en el cuarto de su ama, y ardieron las colgaduras de la cama, que eran de cretona azul.
La señora Bergeret hallábase de visita en casa de su amiga la señora Lacarelle, y a su regreso vio, en el silencio terrible de la casa, las huellas del desastre. Inútilmente llamó a la moza aletargada y al marido petrificado; durante largo rato contempló los estragos del incendio y las lúgubres señales que el humo había dejado en el techo. Aquel accidente casual tomaba una expresión mística y espantable a sus ojos. Por fin, como la vela se extinguía, temerosa de quedarse a oscuras, muy fatigada y temblando de frío, se acostó bajo el armazón carbonizado donde colgaban ennegrecidos jirones semejantes a las alas de los murciélagos. Por la mañana, al despertarse, lloró sus cortinas azules, recuerdo y símbolo de su juventud, y se lanzó descalza, en camisa, desgreñada, impresionada por el siniestro, gritando y lamentándose en torno de la sombría estancia. El señor Bergeret nada contestó: ella no existía ya para él
Al anochecer, y con la ayuda de la cocinera, puso la cama en el centro del gabinete desolado; pero comprendió que aquel no era para ella en lo sucesivo un lugar de reposo, y que debía abandonar un aposento en el cual, durante quince años, realizó las funciones ordinarias de la vida.
Entretanto, el ingenioso Bergeret, que había tomado para vivir con su hija Paulina un pisito en la plaza de San Exuperio, trasladaba sus cachivaches afanosamente.
Sin cesar iba y venía, escurriéndose a lo largo de las paredes con la agilidad de un ratón sorprendido en sus derribos. En el fondo de su alma se regocijaba, pero supo disimular con prudencia su alegría.
La señora Bergeret reflexionó que se hallaba próximo el fin del arriendo y que le sería preciso desalojar la casa, por lo cual también se ocupó en enviar muebles a su madre, que habitaba en las afueras de una ciudad provinciana. Hacía toda clase de envoltorios de ropa, empujaba los armarios, daba órdenes al embalador, estornudaba entre la polvareda que se había levantado y escribía en tarjetas la dirección de la viuda Pouilly.
La señora de Bergeret sacó de su trabajo algún provecho moral. El trabajo es bueno para el hombre: le distrae de su propia vida, le aleja de la contemplación espantosa de sí mismo, le impide mirar a ese otro yo que lleva dentro y que le apesadumbra en la soledad; es el supremo recurso para la ética y la estética. El trabajo es, además, conveniente, porque distrae nuestra vanidad, engaña nuestra impotencia y nos comunica la esperanza de sucesos prósperos. Nos preciamos de vencer al Destino por su mediación. Como no comprendemos las necesarias relaciones que ligan nuestro propio esfuerzo a la mecánica universal, nos parece que este esfuerzo se inclina de nuestra parte contra lo demás de la maquinaria. El trabajo nos ilusiona y nos finge voluntad, fuerza, independencia; nos diviniza a nuestros propios ojos; nos convierte, para nosotros mismos, en héroes, genios, demonios, demiurgos, dioses, en Dios. Y, en realidad, sólo se ha concebido siempre a Dios como un obrero. Acaso por estas razones, la señora de Bergeret recobró entre los embalajes su ligereza natural y la feliz energía de sus fuerzas animales. Mientras hacía envoltorios cantaba romanzas; la sangre que corría presurosa por sus venas inundábale de gozo el alma. Auguraba un porvenir favorable, imaginando con risueños colores su estancia en el Norte, rodeada por su madre y sus dos hijas menores. Esperaba rejuvenecerse, agradar, brillar, así como encontrar grandes simpatías, recibir homenajes. ¿Y quién sabe si encontraría también la riqueza en la tierra natal de los Pouilly con un segundo casamiento, después de un divorcio acordado en favor suyo? ¿No podría casarse con un hombre serio, agradable, propietario, agricultor o empleado, muy distinto de Bergeret?
Los cuidados del embalaje la proporcionaban también satisfacciones íntimas, y hasta la favorecían con algunas ventajas manifiestas. En efecto, además de recoger los muebles que aportó al casarse y la mitad de los bienes gananciales que la correspondían, embaulaba otros objetos, propiedad evidente de su marido. Entre sus camisas puso una taza de plata que el señor Bergeret había heredado de su abuela materna. De igual modo mezcló con sus joyas, que por cierto no eran de gran valor, la cadena y el reloj del señor Bergeret padre, profesor de la Universidad, que se había negado a prestar juramento al Imperio en 1852 y murió en 1873, desatendido y pobre.
La señora de Bergeret sólo interrumpía sus faenas para hacer las melancólicas y triunfantes visitas de despedida. La opinión se le mostraba favorable. Los juicios de los hombres son muy varios, y no hay un solo rincón en el mundo donde se hallen de acuerdo todas las opiniones. Tradidit mundum disputationibus eorum. La propia señora de Bergeret era motivo de disputas corteses y de secretas disensiones. Casi todas las señoras de la sociedad burguesa la juzgaban digna, puesto que la recibían; pero, sin embargo, algunas sospecharon que su aventura con el señor Roux no fue del todo inocente. Quién la criticaba, quién la excusaba, y no faltó quien aprobara su conducta, en detrimento del señor Bergeret, que, a su juicio, era un mal hombre.
Lo cual estaba en duda todavía, porque otras personas juzgaban al señor Bergeret bondadoso, tranquilo, aborrecible solamente por su inteligencia demasiado sutil, a la vez que despreciadora de las inteligencias vulgares.
El señor de Terremondre afirmaba que Bergeret era muy afectuoso, a lo que la señora de Dellion contestaba que, si fuera realmente bueno, no se separaría de su mujer aun cuando ella fuese mala.
—Esto sería verdadera bondad —insinuaba ella—, pues no tiene mérito acomodarse a una mujer encantadora.
Y la señora Dellion agregaba también:
—El señor Bergeret se obstina en conservar a su mujer a su lado, pero ella le abandona y tiene razón: éste será el castigo del señor Bergeret.
Así la señora Dellion sostenía dos opiniones en absoluto desacuerdo, porque las ideas humanas obedecen a la violencia del sentimiento y no al dictado de la razón.
A pesar de ser contradictorios los juicios de las gentes, la señora de Bergeret dejara en la ciudad buena fama si la víspera de su partida, cuando visitó a la señora de Lacarelle para despedirse, no se hubiera encontrado sola en el salón con el señor Lacarelle.
A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.
Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.
—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.
Una edición del libro
Noventa y seis horas antes del día señalado para la marcha de la señora Bergeret, aquella moza, en completa embriaguez según costumbre, derramó el petróleo inflamado del quinqué en el cuarto de su ama, y ardieron las colgaduras de la cama, que eran de cretona azul.
La señora Bergeret hallábase de visita en casa de su amiga la señora Lacarelle, y a su regreso vio, en el silencio terrible de la casa, las huellas del desastre. Inútilmente llamó a la moza aletargada y al marido petrificado; durante largo rato contempló los estragos del incendio y las lúgubres señales que el humo había dejado en el techo. Aquel accidente casual tomaba una expresión mística y espantable a sus ojos. Por fin, como la vela se extinguía, temerosa de quedarse a oscuras, muy fatigada y temblando de frío, se acostó bajo el armazón carbonizado donde colgaban ennegrecidos jirones semejantes a las alas de los murciélagos. Por la mañana, al despertarse, lloró sus cortinas azules, recuerdo y símbolo de su juventud, y se lanzó descalza, en camisa, desgreñada, impresionada por el siniestro, gritando y lamentándose en torno de la sombría estancia. El señor Bergeret nada contestó: ella no existía ya para él
Anillo de amarista
Entretanto, el ingenioso Bergeret, que había tomado para vivir con su hija Paulina un pisito en la plaza de San Exuperio, trasladaba sus cachivaches afanosamente.
Sin cesar iba y venía, escurriéndose a lo largo de las paredes con la agilidad de un ratón sorprendido en sus derribos. En el fondo de su alma se regocijaba, pero supo disimular con prudencia su alegría.
La señora Bergeret reflexionó que se hallaba próximo el fin del arriendo y que le sería preciso desalojar la casa, por lo cual también se ocupó en enviar muebles a su madre, que habitaba en las afueras de una ciudad provinciana. Hacía toda clase de envoltorios de ropa, empujaba los armarios, daba órdenes al embalador, estornudaba entre la polvareda que se había levantado y escribía en tarjetas la dirección de la viuda Pouilly.
Una casa del siglo XIX
Los cuidados del embalaje la proporcionaban también satisfacciones íntimas, y hasta la favorecían con algunas ventajas manifiestas. En efecto, además de recoger los muebles que aportó al casarse y la mitad de los bienes gananciales que la correspondían, embaulaba otros objetos, propiedad evidente de su marido. Entre sus camisas puso una taza de plata que el señor Bergeret había heredado de su abuela materna. De igual modo mezcló con sus joyas, que por cierto no eran de gran valor, la cadena y el reloj del señor Bergeret padre, profesor de la Universidad, que se había negado a prestar juramento al Imperio en 1852 y murió en 1873, desatendido y pobre.
La señora de Bergeret sólo interrumpía sus faenas para hacer las melancólicas y triunfantes visitas de despedida. La opinión se le mostraba favorable. Los juicios de los hombres son muy varios, y no hay un solo rincón en el mundo donde se hallen de acuerdo todas las opiniones. Tradidit mundum disputationibus eorum. La propia señora de Bergeret era motivo de disputas corteses y de secretas disensiones. Casi todas las señoras de la sociedad burguesa la juzgaban digna, puesto que la recibían; pero, sin embargo, algunas sospecharon que su aventura con el señor Roux no fue del todo inocente. Quién la criticaba, quién la excusaba, y no faltó quien aprobara su conducta, en detrimento del señor Bergeret, que, a su juicio, era un mal hombre.
Lo cual estaba en duda todavía, porque otras personas juzgaban al señor Bergeret bondadoso, tranquilo, aborrecible solamente por su inteligencia demasiado sutil, a la vez que despreciadora de las inteligencias vulgares.
El señor de Terremondre afirmaba que Bergeret era muy afectuoso, a lo que la señora de Dellion contestaba que, si fuera realmente bueno, no se separaría de su mujer aun cuando ella fuese mala.
—Esto sería verdadera bondad —insinuaba ella—, pues no tiene mérito acomodarse a una mujer encantadora.
Y la señora Dellion agregaba también:
—El señor Bergeret se obstina en conservar a su mujer a su lado, pero ella le abandona y tiene razón: éste será el castigo del señor Bergeret.
Así la señora Dellion sostenía dos opiniones en absoluto desacuerdo, porque las ideas humanas obedecen a la violencia del sentimiento y no al dictado de la razón.
A pesar de ser contradictorios los juicios de las gentes, la señora de Bergeret dejara en la ciudad buena fama si la víspera de su partida, cuando visitó a la señora de Lacarelle para despedirse, no se hubiera encontrado sola en el salón con el señor Lacarelle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario