Una edición del libro
Capítulo III
LOS PADRES Y LA INFANCIA DE DON ENRIQUE
Marañón según Zuloaga
Enrique IV fue hijo único de Don Juan II y de su mujer, la reina Doña María, hija de Don Fernando de Aragón. El hipotético centón de Fernán Gómez de Cibdarreal nos cuenta que la augusta madre padeció una grave hemorragia en el momento de nacer; y hace después horóscopos felicísimos sobre el nuevo príncipe, demostrando así el grave peligro que corren los augures, reales o imaginarios, al pronosticar sobre las cosas públicas. Palencia insinúa que tal vez fue hijo adulterino; pero la herencia de Don Juan aparece tan directamente en Don Enrique que excluye la posibilidad de esta especie, creada, sin duda, en el ambiente corrompido de la corte. Don Juan II fue, en efecto, como su hijo, de talla alta “y de grandes miembros”, pero no de buen talle; “de buen gesto, blanco y rubio,
Tumba de Juan II en la Cartuja de Miraflores, Burgos
los hombros altos y el rostro grande”. Luego comentaremos la reproducción de estos mismos detalles en la morfología de su hijo. Y desde el punto de vista psicológico encontramos en el padres las mismas cualidades poco deseables que luego alcanzaron en Don Enrique todo su siniestro esplendor. Fue Don Juan, a pesar de la buena fama con que, a través de ciertos historiadores ha pasado a la posteridad, débil de carácter y sugestionable hasta el punto de su vergonzosa sumisión a la larga tutela de Don Álvaro de Luna, del que después se desprendió con la crueldad fría que caracteriza a las reacciones de los hombres cobardes cuando, ya debilitado el tirano, pueden tomar estas revanchas que les justifican de su propia impotencia. La muerte de Don Álvaro, que al fin era un hombre dotado de cualidades políticas superiores, y que supo mantener al monarca en una digna limitación, dejó en libertad los instintos de éste, entregándose desde entonces a todo género de voluptuosidades y excesos que no tardaron en matarlo. Toda su historia es un tejido de abdicaciones, de sensualidades desaforadas y de injusticias, sin que baste a mejorar este grave juicio su reconocida afición a la lectura de poetas y filósofos y al arte musical que también transmitió a Don Enrique. Fue, sin duda, lo que hoy llamaríamos un intelectual, pero ni entonces ni ahora debe servir ese título, como a veces ocurre, de patente de corso para ningún género de fechorías.
Tumba de Enrique IV en Guadalupe
Doña María, la reina, “la que, según Palencia, no halló en el matrimonio el menor goce”, murió joven y, a la verdad, de un modo tan extraño que no hace nada inverosímil la sospecha de que fuese envenenada, como su hermana la reina de Portugal, desterrada en Toledo y madre de la princesa Doña Juana, segunda esposa de Enrique IV, de la que tanto tendremos que ocuparnos. Nada aportan los datos que de ella pueden recogerse al interés de nuestra historia clínica. Debió ser una mujer buena, insignificante y melancólica. Todo lo malo de Don Enrique le afluye sin duda por vía paterna, haciéndonos pensar cuanto hubiera ganado probablemente la historia de España de haber sido cierto el adulterio de la reina a que antes nos hemos referido. Los rasgos degenerativos de Don Juan II pasaron también, con su segundo matrimonio, a la otra rama de su descendencia, agravados por la tara indudable de la nueva esposa. Doña Isabel, la futura Reina Católica, fue un producto genial de esta triste herencia, un eslabón excelso –como es siempre el genio- en una cadena de miserias. Pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su nieta, la loca Doña Juana, y en varios más de sus sucesores.
Don Álvaro de Luna
Un libro bien interesante, sin duda ninguna.
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