lunes, 29 de agosto de 2011

Faulkner.- LUZ DE AGOSTO


El autor
Faulkner.- LUZ DE AGOSTO      



   Paisaje de Alabama 
Sentada en la orilla de la carretera, con los ojos clavados en la carreta que sube hacia ella, Lena piensa: “He venido desde Alabama: un buen trecho de camino. A pie desde Alabama hasta aquí. Un buen trecho de camino.” Mientras piensa todavía no hace un mes que me puse en camino y heme aquí ya, en Mississippi. Nunca me había encontrado tan lejos de casa. Nunca desde que tenía doce años, me había encontrado tan lejos del aserradero de Doane.
Camino en el bosque de abetos


     Hasta la muerte de su padre y de su madre, ni siquiera había estado en el aserradero de Doane. Sin embardo, los sábados, siete u ocho veces al año, iba a la ciudad en la carreta. Vestida con un trajecito de confección, colocaba de plano sus pies descalzos en el fondo de la carreta y sus botas en el pescante, junto a ella, envueltas en un pedazo de papel. Se ponía sus botas justo en el momento de llegar a la ciudad. Cuando ya era algo mayor, le pedía a su padre que detuviera la carreta en las cercanías de la ciudad para que ella pudiese descender y continuar a pie. No le decía a su padre por qué quería caminar en lugar de ir en la carreta. El padre creía que era por el empedrado bien unido de las calles, por las aceras lisas. Pero Lena lo hacía con la idea de que, al verla ir a pie, las personas que se cruzaran con ella pudiesen creer que vivía también en la ciudad.
Un viejo aserradero
     Tenía doce años cuando su padre y su madre murieron, el mismo verano, en una casa de troncos compuesta de tres habitaciones y de un zaguán. No había rejas en las ventanas. El cuarto en que murieron estaba alumbrado por una lámpara de petróleo cercada por una nube de insectos revoloteantes; suelo desnudo, pulido como vieja plata por el roce de los pies descalzos. Lena era la menor de los hijos vivos. Su madre murió primero: “Cuida de tu padre”, dijo. Después, un día, su padre le dijo: “Vas a ir al aserradero de Doane con McKinley. Prepárate para marchar. Tienes que estar lista cuando él llegue.” Y murió. McKinley, el hermano, llegó en una carreta. Enterraron al padre, una tarde, bajo los árboles, detrás de una iglesia aldeana, y colocaron una tabla de abeto a guisa de piedra sepulcral. Al día siguiente, por la mañana, Lena partió hacia el aserradero de Doane, en la carreta, con McKinley. Y en aquel momento tal vez no sospechaba que se iba para siempre. La carreta era prestada, y el hermano había prometido devolverla al caer la tarde.
Una edición de la novela
     El hermano trabajaba en el aserradero. Todos los hombres del pueblo trabajaban en el aserradero o para él. Serraban abetos. Hacía siete años que el aserradero estaba allí y, dentro de otros siete, toda la región se encontraría talada. Entonces, una parte de la maquinaria y la mayoría de los hombres que la hacían funcionar, y que sólo existían para ella o a causa de ella, serían cargados en vagones de mercancías y transportados a otro lugar. Pero, como podían comprarse a plazos las piezas de recambio, una parte del material se quedaría allí: grandes ruedas inmóviles, descarnadas, mirando al cielo con un aire de profundo asombro, entre pedazos de ladrillo y zarzas enmarañadas; calderas calcinadas, alzando con gesto testarudo, sorprendido y cansado, unos tubos que ya no humeaban y que se enmohecían en medio de un paisaje erizado de tocones de árboles, un paisaje de desolación tranquilo, apacible, inculto, tierra convertida en erial donde, lentamente, unos arroyos estancados y rojizos se iban ahondando con las largas lluvias tranquilas del otoño y con el furor galopante de los equinoccios de primavera. Y vendría el día en el cual la aldea, que ni siquiera en los tiempos de prosperidad figuraba en los anuarios de Correos y Telégrafos, acabaría por ser olvidada hasta por los miserables saqueadores de ocasión que derribarían los cobertizos para quemarlos a trozos en sus cocinas y, durante el invierno, en sus estufas.




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