domingo, 8 de enero de 2012

Sade.- EL APARECIDO

ANTOLOGIAS


Marqués de Sade


El Aparecido
(Le Revenant-1788)

El sádico marqués 



      La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos; si no obstante el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una edición del libro

      Una gruesa Madame Dallemand que todo París conocía entonces como una mujer alegre, franca, ingenua y de buena compañía, vivía desde hacía más de veinte años que era viuda con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día a cenar en la de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

      - ¿Qué asunto tan urgente, le dice ella, puede haceros venir a turbarme así en una casa en la que no sois conocido?

      - Uno muy esencial, señora, responde el corredor de comercio, y debeis creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablaros por última vez en mi vida...

      Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turba y observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.

Una visión de Chirico

      - ¿Qué tenéis, señor, le dice, cuáles son los motivos del estado en que os veo, y de las cosas siniestras de que me habláis... aclarádmelo rápidamente, qué os ha ocurrido?

      - Sólo algo muy ordinario, señora, dice Ménou, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, gracias al cielo heme allí; he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberos olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pediros perdón.

      - Pero, señor, vos batís el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o volvéis en vos, o voy a pedir socorro.

      - No llaméis, señora, esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escuchad pues mis últimas palabras y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, os dije, señora, muy pronto seréis informada de la verdad de lo que os adelanto. Os he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; tomad esta llave, transportaos al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrareis una puerta de hierro, la abriréis con la llave que os doy, y os llevareis el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es vuestra, nadie os la disputará. Adiós, señora, no me sigáis...

      Y Ménou desapareció.

Fantasía

      Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...

      - La cosa merece ser reconocida, le dijo Madame Duplatz, no perdamos un instante.

      Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta la casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos, la amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones que le placen, llega a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

      He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.

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