jueves, 29 de diciembre de 2011

Jack London.- KOOLAU

ANTOLOGIAS



JACK LONDON: KOOLAU

 El autor

     ––Nos privan de la libertad porque estamos enfermos. Hemos acatado la ley. No hemos hecho nada malo. Y, sin embargo, nos encierran en una prisión. Molokai es una cár­cel. Vosotros lo sabéis. Ahí tenéis a Niuli. Mandaron a su hermana a Molokai hace siete años. Desde entonces no ha vuelto a verla ni volverá a verla jamás. Seguirá allí hasta que muera. No por voluntad propia, ni por voluntad de Niuli, sino por voluntad de los blancos que gobiernan el país. Y ¿quiénes son esos blancos?
Acantilados de la isla de Molokai

     »Sí, lo sabemos. Nos lo han dicho nuestros padres y los padres de nuestros padres. Llegaron como corderos y con buenas palabras. No tenían más remedio que decir buenas palabras porque éramos muchos y fuertes y las islas eran nuestras. Como os digo, vinieron con buenas palabras. Los había de dos clases. Unos pidieron permiso, nuestro gracio­so permiso, para predicar la palabra de Dios. Los otros soli­citaron permiso, nuestro gracioso permiso, para comerciar. Aquello fue el comienzo. Hoy todas las islas son suyas. Las tierras, los rebaños, todo les pertenece. Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron se han unido y se han convertido en jefes. Viven como reyes en casas de muchas habitaciones con multitud de criados que les sirven. Los que no tenían nada, ahora son dueños de todo, y si vosotros, o yo, o cualquier canaca tiene hambre, fruncen el ceño y le dicen: ¿Por qué no trabajas? Ahí tienes las plantaciones.

     Koolau hizo una pausa. Levantó la mano y con dedos sar­mentosos y contrahechos alzó la guirnalda llameante de hi­biscos que coronaba sus negros cabellos. La luz de la luna bañaba de plata la escena. Era una noche pacífica, aunque los que estaban sentados a su alrededor pare­cían supervi­vientes de una encarnizada batalla. Sus rostros eran leoni­nos. Aquí se abría un vacío donde antes hubiera una nariz, y allá sur­gía un muñón en el lugar de una mano. Eran hom­bres y mujeres, treinta en total, desterrados porque en ellos llevaban la marca de la bestia.
Una edición del libro

     Estaban sentados, adornados con guirnaldas de flores, en medio de la noche perfumada y luminosa. Sus labios articu­laban ásperos sonidos y sus gargantas aprobaban con gru­ñidos toscos las palabras de Koolau. Eran criaturas que una vez fueran hombres y mujeres, pero que habían dejado de serlo. Eran monstruos, caricaturas grotescas en el rostro y en el cuerpo de todo lo que caracteriza al ser humano. Ho­rriblemente mutilados y deformes, semejaban seres tortu­rados en el infierno a lo largo de milenios. Sus manos, si las tenían, eran como garras de arpías. Sus rostros eran ano­malías, errores, formas machacadas y aplastadas por un dios furioso encargado de la maquinaria de la vida. Aquí y allá se adivinaban rasgos que aquel dios colérico casi había borrado. Una mujer lloraba lágrimas abrasadoras que bro­taban de dos horribles pozos gemelos abiertos en el lugar que un día ocuparon los ojos. Unos cuantos de entre ellos padecían horribles dolores, y de sus pechos surgían gemi­dos roncos. Otros tosían con un crujido suave que recorda­ba el rasgar de un papel de seda. Dos de ellos eran idiotas, enormes simios desfigurados desde su factura de tal modo que un mono a su lado habría parecido un ángel. Hacían muecas y farfullaban a la luz de la luna, bajo coronas de flo­res doradas que comenzaban a perder su lozanía. Uno de aquellos seres, cuyo lóbulo hinchado ondeaba como un abanico sobre su hombro, arrancó una espléndida flor na­ranja y escarlata y decoró con ella la enorme oreja que ale­teaba con cada movimiento de su cuerpo.
Una antigua leprosería en España

     Sobre estas criaturas reinaba Koolau y aquéllos eran sus dominios, una garganta ahogada por las flores, una garganta sembrada de riscos y peñascos, de la que surgían, para que­dar después flotando en el espacio, los balidos de las cabras salvajes. La cerraban por tres lados murallas de roca festo­neadas con fantásticos cortinajes de vegetación tropical y horadadas por entradas a cuevas, guaridas de los súbditos de Koolau. En dirección al mar el suelo se despeñaba hacia un tremendo abismo del que sobresalían, allá abajo, crestas de picos y peñascos en torno a cuyas bases espumeaba y ru­gía el oleaje del Pacífico.


























No hay comentarios:

Publicar un comentario