domingo, 25 de diciembre de 2011

A. Dumas.- AMAURY

ANTOLOGÍAS



AMAURY, de Alejandro Dumas, padre.              

      Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del carácter nacional, que con dificultad se encuentra en otro país cualquiera: la conversación, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir con los franceses.
      En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; sólo en Francia se conversa por costumbre.
      No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me ha ocurrido anunciar de pronto que al día siguiente me volvía a París. Si alguno, admirado de tan súbita resolución, me preguntaba:
      --¿A qué vas a París?
      Yo le respondía sencillamente:
      --A conversar.
      Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme el gusto de conversar. Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían los franceses. Estos solían exclamar:
      --¡Qué dicha! ¡qué placer!     
      Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.


      A decir verdad no hay nada más grato que esas minúsculas tertulias que en un salón elegante improvisan unas cuantas personas charlando a su sabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo, para abandonarla después de sacar de ella todo el partido posible, cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de las bromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos, lo cual no obsta para que súbitamente, al llegar al punto culminante de su desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jabón tocada por la dueña de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo el hilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres,
planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a verter su correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama «la conversación».
      Por el estilo del salón que describo hay en París cinco o seis en los cuales no se baila, ni se canta, ni se juega, y sin embargo no se sale de ellos nunca antes del amanecer.

      Cuéntase entre estos salones el de un buen amigo mío, el conde M... Digo amigo mío y en realidad no haría mal en decir amigo de mi padre, pues es el caso que el conde de M... quien por nada de este mundo es capaz de confesar motu proprio su edad (ni, por otra parte, tampoco hay quien le pregunte sobre ella), no dejará de tener sus sesenta y tantos años bien cabales, aunque no represente más allá de los cincuenta, gracias al extremado esmero con que cuida su persona. Es uno de los últimos y más genuinos representantes del tan calumniado siglo XVIII, lo cual debe sin duda explicar la escasez de sus creencias, circunstancias que (dicho sea en su honor), no le ha hecho caer, como a la mayoría de los incrédulos, en el afán de empeñarse en que los demás dejen de creer también.

      Puede decirse que hay en él dos principios, uno hijo del corazón y otro del entendimiento, que mutuamente se repelen. Es egoísta por sistema y generoso por naturaleza. Nacido en tiempo de nobles y filósofos, el instinto aristocrático viene a equilibrar en su espíritu la independencia del pensador. Conoció a los hombres más conspicuos del pasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el título de ciudadano; Voltaire le auguró que sería poeta; Franklin le recomendó simplemente que fuese un hombre honrado y bueno.      




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