sábado, 11 de agosto de 2012

Alejandro Dumas.- LOS TRES MOSQUETEROS




Capítulo 1

Los tres presentes del señor D'Artagnan padre


Una vieja edición del libro
El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
La villa de Meung
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la guerra al rey. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.

La Puerta de Meung
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.
Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un

Paisaje del Béarn, con los Pirineos al fondo

adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.

Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.


Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (así se llamaba el don Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una bestia semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino acompañado no tenían precio.

-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo. No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor.


1 comentario:

  1. Una buena lectura..., además de las recreaciones cinematográficas, claro.

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