Incluso mi tío Matthäus se alegró a su manera de mi retorno. Cuando un joven ha estado unos años en el extranjero y un día vuelve hecho una respetable persona, hasta los parientes más reservados le sonríen y le estrechan complacidos la mano.
Una edición de los Cuentos
La pequeña maleta de color marrón, donde llevaba mis enseres, estaba todavía completamente nueva, con un buen cierre y cinturones relucientes. Contenía dos trajes limpios, bastante ropa blanca, un par de botas nuevas, algunos libros y fotos, dos hermosas pipas y una pistola de bolsillo. Además, traía mi caja de violín y una mochila llena de cachivaches, dos sombreros, un bastón, un paraguas, una gabardina ligera y un par de chanclos de goma, todo nuevo y sólido, y, finalmente, traía en el bolsillo interior, cosidos, más de doscientos marcos ahorrados y una carta en la que se me prometía para el otoño un buen puesto en el extranjero. Tenía aire de persona importante, y con este equipaje volvía, tras un largo peregrinaje, como un señor, a mi lugar natal, que había abandonado cuando era un tímido niño enfermizo.
Con cautelosa lentitud bajaba el tren la colina describiendo amplios círculos y a cada vuelta las casas, las callejas, el río y los jardines de la ciudad, situada al fondo, aparecían más próximos y perfilados. Pronto pude distinguir los tejados y traté de identificar bajos ellos a la gente conocida, pude contar las ventanas y reconocer los nidos de cigüeña, y mientras desde el valle me añoraban la niñez y la adolescencia y mil recuerdos asombrosos, se fue diluyendo lentamente mi arrogante sentimiento de retorno, mi sensación de superioridad sobre la gente, para dar paso a una admiración agradecida. La nostalgia, que en el curso de los años se había volatilizado, se me apoderó con fuerza en el último cuarto de hora; cada retama al borde de la vía y cada seto conocido de jardín me resultaban maravillosamente entrañables y les pedía perdón por haberlos tenido en olvido y omisión durante tanto tiempo.
Cuando el tren pasó por delante de nuestro jardín, alguien estaba en la ventana superior de nuestra vieja casa y saludaba con un gran pañuelo; debía ser mi padre. Y en el balón estaban mi madre y la sirvienta con pañuelos, y de la chimenea un ligero humo azul del fuego del café hendía el aire cálido y se dilataba por la pequeña ciudad. Todo esto me pertenecía otra vez, me había estado esperando y me daba la bienvenida.
El pueblo de Calw y el río
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