jueves, 19 de mayo de 2011

Cervantes. Persiles.

Cervantes. LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SEGISMUNDA. Libro Primero. Capítulo XX.


Cervantes. LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SEGISMUNDA.
Libro Primero. Capítulo XX.



     A poco tiempo que pasó el día, desde lejos vieron venir una nave gruesa, que les levantó las esperanzas de tener remedio. Amainó las velas y pareció que se dejaba detener las áncoras, y con diligencia presta arrojaron el esquife a la mar y se vinieron a la playa, donde ya los tristes se arrojaban al esquife. Auristela dijo que sería bien que aguardasen los que venían, por saber quién eran. Llegó el esquife de la nave y encalló en la fría nieve, y saltaron en ella dos al parecer gallardos y fuertes mancebos, de extremada disposición y brío, los cuales sacaron encima de sus hombros a una hermosísima doncella, tan sin fuerzas y tan desmayada que parecía que no le daba lugar para llegar a a tocar la tierra. Llamaron entonces los que estaban ya embarcados en el otro esquife y les suplicaron que se desembarcasen, a ser testigos de un suceso que era menester que los tuviese. Respondió Mauricio que no había remos para encaminar el esquife, si no les prestaban los del suyo. Los marineros, con los suyos, guiaron los del otro esquife y volvieron a pisar la nieve.

     Luego los valientes jóvenes asieron de dos tablachinas, con los que cubrieron los pechos, y, con dos cortadoras espadas en los brazos, saltaron de nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casi con certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmayada y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás. Los caballeros dijeron:


     -Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos deciros.

     -Este caballero y yo -dijo el uno- tenemos concertado de pelear por esta enferma doncella que ahí veis; la muerte ha de ser la sentencia en favor del otro, sin que haya otro remedio alguno que ataje en alguna manera nuestra amorosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de escoger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que hará envainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo que pedimos es que no estorbeis en manera alguna nuestra porfía, la cual lleváramos hasta el cabo, sin tener temor que nadie nos la estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirárades. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para dilatar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa para acabar las nuestras, la priesa que nos obliga a dar conclusión a nuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por agora quien sois, cómo estáis en este lugar tan solo y tan sin remos que no los tenéis, según parece, para desviaros de esta isla tan sola que aún de animales no es habitada.

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