jueves, 9 de junio de 2011

Blasco Ibáñez.- LA BODEGA

Vista de Jerez


Blasco Ibáñez   LA BODEGA.

Cap. I

     Apresuradamente, lo mismo que cuando llegaba tarde a la escuela, entró Fermín Montenegro en el escritorio de la casa Dupont, la primera bodega de Jerez conocida en toda España: "Dupont Hermanos", dueños del famoso vino de Marchamalo y fabricantes del cognac cuyos méritos se pregonan en la cuarta plana de los periódicos, en los rótulos multicolores de las estaciones de ferrocarril, en los muros de las casas viejas invadidos por los anuncios, y hasta en el fondo de las garrafas de agua de los cafés.
Una bodega

     Era lunes; el joven empleado llegaba al escritorio con una hora de retraso. Sus compañeros apenas levantaron la vista de los papeles cuando él entró, como si temieran hacerse cómplices con un gesto o una palabra de esa falta inaudita de puntualidad. Fermín miró con inquietud el vasto salón del escritorio y se fijó después en un despacho contiguo, donde, en medio de la soledad, alzábase majestuoso un bureau de lustrosa madera americana. El "amo" no había llegado aún. Y el joven, más tranquilo ya, sentóse ante una mesa y comenzó a clasificar los papeles, ordenando el trabajo del día.
Ilustración para la novela

     Aquella mañana encontró al escritorio algo nuevo, extraordinario, como si entrase en él por primera vez, como si no hubiesen transcurrido allí quince años de su vida, desde que le aceptaron como "zagal" para llevar cartas al correo y hacer recados, en vida de don Pablo, el segundo Dupont de la dinastía, el fundador del famoso cognac, que abrió "un nuevo horizonte al negocio de las bodegas", según decían pomposamente los prospectos de la casa hablando de él como de un conquistador, el padre de los "Dupont Hermanos" actuales, reyes de un estado industrial formado por el esfuerzo y la buena suerte de tres generaciones.
Blasco Ibáñez en su laboratorio

     Fermín nada veía de nuevo en este salón blanco, de una blancura de panteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadas y brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate que rasgaban el muro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Los armarios, las mesas y las taquillas de madera obscura eran el único tono caliente en este decorado que daba frío. Junto a las mesas, los calendarios de pared ostentaban grandes imágenes de santos y de vírgenes al cromo. Algunos empleados, abandonando toda discreción, para halagar al amo, habían clavado junto a su mesa, al lado de almanaques ingleses con figuras modernistas, estampas de imágenes milagrosas, impresas al pie su correspondiente oración y la nota de indulgencias. El gran reloj que desde el fondo del salón alteraba el silencio con sus latidos tenía la forma de un templete gótico erizado de místicas agudas y pináculos medioevales, como una catedral dorada de bisutería. 
Portada del libro

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