jueves, 30 de junio de 2011

Oscar Wilde: EL CRIMEN DE LORD ARTURO SAVILE




Oscar Wilde: EL CRIMEN DE LORD ARTURO SAVILE

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de comenzar la temporada de primavera. Los salones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros una vez terminada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y son bandas y todas las mujeres bonitas de Londres lucían sus toilettes más elegantes.
Bentinck Street
Al final de la galería de retratos estaba la princesa Sofía de Carlsruhe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando un francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían. Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charlaban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta Prima Donna;  en la escalera se agrupaban entonces varios miembros de de la Real Academia, disfrazados de artistas, y decíase que el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. Era una de las más deslumbrante reuniones de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.

Miosotis con visitante

Inmediatamente después de su marcha lady Windermere volvió a la galería de retratos en la que un famoso economista explicaba con aire solemne la teoría científica de la música a un virtuoso húngaro espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules con miosotis y sus espesos bucles dorados. Cabellos de oro puro, no como esos de  tono pajizo que usurpan hoy día la bella denominación de oro, sino cabellos de oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar extraño; cabellos que encuadraba su rostro con su nimbo de santa, y al mismo tiempo, la fascinación de una pecadora. Lay Windermere  constituía realmente un curioso estudió psicología. Desde muy joven descubrió en la vida importante la verdad de que nadie se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento; y por medio de una serie de aventuras despreocupadas, inocentes por completo en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En la Guía Nobiliaria aparecía con tres matrimonios en su haber; pero nunca cambio de amante, y el mundo había dejado de chismorrear sobre ella desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y poseía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.





    




























































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